El Nombre de Jesús que
libera
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| Audiencia General, 7 Agosto 2019 © Vatican Media |
“No
olvidemos: la mano siempre extendida para ayudar al otro a levantarse; es la
mano de Jesús la que a través de nuestra mano ayuda a los demás a levantarse”,
ha pedido el Papa Francisco.
Hoy,
7 de agosto de 2019, Santo Padre, ha retomado el ciclo de catequesis sobre los
Hechos de los Apóstoles, centrando su reflexión en el tema: “¡En el nombre de
Jesucristo, el Nazareno, levántate y camina! (Hechos 3:6). La invocación del
Nombre que libera una presencia viva y activa” (Pasaje Bíblico: Hechos de los
apóstoles 3:3-6).
Se
trata del fragmento en el que Pedro y Juan se encuentran a un paralítico en la
puerta del Templo y, en el nombre de Cristo y tomándole de la mano, le hacen
levantarse, produciéndose así el primer relato de sanación en los Hechos de los
Apóstoles.
El “arte del
acompañamiento”
El
Papa resaltó que en este encuentro, los apóstoles establecen una relación con
esa persona, “porque así es el modo en el que a Dios le gusta manifestarse, en
la relación, siempre en el diálogo, siempre en las apariciones, siempre con la
inspiración del corazón: son las relaciones de Dios con nosotros; a través de
un encuentro real entre las personas que solo puede ocurrir en el amor”.
Igualmente,
el Papa subrayó el hecho de que el paralítico no recibió dinero de los
apóstoles, sino el gesto de invocar el nombre de Jesús y prestarle su mano para
ayudarle a levantarse. Así, habló del significado de esta actitud, que
representa a una Iglesia que acompaña y toma la mano de todos “para levantar,
no para condenar”.
Esto
es, “el arte del acompañamiento”, que consiste en hacer lo mismo que los
apóstoles con este hombre impedido: mirarlo, acercarse a él, levantarlo y
curarlo y que es lo que hace Jesús con nosotros. En los malos momentos, Cristo
nos dice “mírame: ¡estoy aquí!”, “tomemos la mano de Jesús y dejémonos
levantar”, exhortó Francisco.
A
continuación, reproducimos la catequesis del Papa Francisco.
***
Catequesis del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En
los Hechos de los Apóstoles la predicación del Evangelio no se basa solo en
palabras, sino también en acciones concretas que dan testimonio de la verdad
del anuncio. Se trata de “maravillas y señales” (Hch. 2,43) que se realizan por
obra de los apóstoles, confirmando su palabra y mostrando que actúan en nombre
de Cristo. Así sucede que los apóstoles interceden y Cristo obra, actuando
“junto con ellos” y confirmando la Palabra con los signos que la acompañan (Mc.
16,20). Tantas señales, tantos milagros que los apóstoles han hecho fueron
precisamente una manifestación de la divinidad de Jesús.
Hoy
nos encontramos ante la primera historia de sanación, ante un milagro, que es
el primer relato de sanación del libro de los Hechos. Tiene un claro propósito
misionero, que apunta a despertar la fe. Pedro y Juan van a orar al Templo, el
centro de la experiencia de fe de Israel, a la que los primeros cristianos
están todavía muy apegados. Los primeros cristianos oraban en el Templo de
Jerusalén.
Lucas
registra el tiempo: es la hora novena, es decir, las tres de la tarde, cuando
el sacrificio fue ofrecido en holocausto como signo de la comunión del pueblo
con su Dios; y también la hora en que Cristo murió ofreciéndose a sí mismo “de
una vez por todas” (Heb. 9,12; 10,10). Y a la puerta del Templo llamada
“Hermosa” -la puerta hermosa- ven a un mendigo, un paralítico de
nacimiento. ¿Por qué estaba ese hombre en la puerta? Porque la Ley mosaica (cf.
Lv. 21,18) impedía ofrecer sacrificios a los que tenían impedimentos físicos,
considerados consecuencia de alguna culpa. Recordemos que ante un hombre ciego
de nacimiento, la gente le preguntaba a Jesús: “¿Quién ha pecado, él o sus
padres, por qué ha nacido ciego? (Jn. 9,2). Según aquella mentalidad, siempre
hay una falta en el origen de una malformación. Y después les era negado
incluso el acceso al Templo.
El
paralítico, paradigma de los muchos excluidos y descartados de la sociedad,
está ahí para pedir limosna como todos los días. No podía entrar, pero estaba
en la puerta. Algo inesperado sucede: Pedro y Juan llegan y se desencadena un
juego de miradas. El tullido mira a los dos para pedir limosna, los apóstoles
en cambio lo miran fijamente, invitándolo a mirarlos de una manera diferente, a
recibir otro regalo. El lisiado los mira y Pedro le dice: “No tengo ni plata ni
oro, pero lo que tengo te lo doy: en el nombre de Jesucristo, el Nazareno,
¡levántate y camina!” (Hch. 3:6). Los apóstoles han establecido una relación,
porque así es el modo en el que a Dios le gusta manifestarse, en la relación,
siempre en el diálogo, siempre en las apariciones, siempre con la inspiración
del corazón: son las relaciones de Dios con nosotros; a través de un encuentro
real entre las personas que solo puede ocurrir en el amor.
El
Templo, además de ser centro religioso, era también un lugar de intercambio
económico y financiero: contra esta reducción los profetas e incluso Jesús
mismo arremetieron varias veces (cf. Lc. 19, 45-46). ¡Pero cuántas veces pienso
en esto cuando veo una parroquia donde se piensa que el dinero es más
importante que los sacramentos! ¡Por favor! Iglesia pobre: pidamos esto al
Señor.
Aquel mendigo, al encontrarse con los apóstoles, no encuentra dinero
sino el Nombre que salva al hombre: Jesucristo el Nazareno. Pedro invoca el
nombre de Jesús, ordena al paralítico que se ponga en pie, en la posición de
los vivos: de pie, y toca a este enfermo, es decir, lo toma de la mano y lo
levanta, gesto en el que san Juan Crisóstomo ve “una imagen de la resurrección”
(Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 8). Y aquí aparece el retrato de
la Iglesia, que ve a quien está en dificultad, no cierra los ojos, sabe mirar a
la humanidad a la cara para crear relaciones significativas, puentes de amistad
y solidaridad en lugar de barreras. Aparece el rostro de “una Iglesia sin
fronteras que se siente madre de todos” (Evangelii gaudium, 210), que sabe
tomar de la mano y acompañar para levantar, no para condenar. Jesús siempre tiende
la mano, siempre trata de levantar, de hacer que la gente sane, que sea feliz,
que conozca a Dios. Es el “arte del acompañamiento” que se caracteriza por la
delicadeza con la que uno se acerca a la “tierra sagrada del otro”, dando al
camino “el ritmo sano de la proximidad, con una mirada respetuosa y llena de
compasión, pero que al mismo tiempo sana, libera y estimula a madurar en la
vida cristiana” (ibid., 169). Y esto es lo que estos dos apóstoles hacen con el
paralítico: lo miran, dicen “míranos”, se acercan a él, lo levantan y lo curan.
Lo mismo hace Jesús con todos nosotros. Pensemos en esto cuando estamos en
malos momentos, en momentos de pecado, en momentos de tristeza. Ahí está Jesús
que nos dice: “Mírame: ¡estoy aquí!”. Tomemos la mano de Jesús y dejémonos
levantar.
Pedro
y Juan nos enseñan a no confiar en los medios, que también son útiles, sino en
la verdadera riqueza que es la relación con el Resucitado. En efecto, somos
-como diría san Pablo- “pobres, pero capaces de enriquecer a muchos, como los
que no tienen nada y lo poseen todo” (2 Cor. 6,10). Nuestro todo es el
Evangelio, que manifiesta el poder del nombre de Jesús que hace prodigios.
Y
nosotros -cada uno de nosotros- ¿qué poseemos? ¿Cuál es nuestra riqueza, cuál
es nuestro tesoro? ¿Qué podemos hacer para enriquecer a los demás? Pidamos al
Padre el don de una memoria agradecida al recordar los beneficios de su amor en
nuestras vidas, para dar a todos el testimonio de la alabanza y de la gratitud.
No olvidemos: la mano siempre extendida para ayudar al otro a levantarse; es la
mano de Jesús la que a través de nuestra mano ayuda a los demás a levantarse.
Larissa
I. López
Traducción
de Zenit
Fuente:
Zenit






