¿Cómo
puedo estar alegre si no poseo lo que más amo, si mis planes no se hacen
realidad?
La
tristeza es ese sentimiento que se enquista en el alma y me aleja de la luz.
Acaba con la paz y hace desaparecer la sonrisa. La tristeza y la fealdad van de
la mano. La persona alegre se llena de belleza, la triste de fealdad.
Dice el profeta Baruc 5, 1: “¡Jerusalén,
quítate tu ropa de luto y aflicción, y vístete de gala con el esplendor eterno
que Dios te da!”.
Me pide que me
revista de la belleza que Dios da. El traje de belleza. Cuando estoy
triste pierdo el sentido del camino y me alejo, como el hijo pródigo:
“El
menor de ellos le dijo a su padre: – Padre, dame la parte de la herencia que me
toca. Y él les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor,
juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna,
viviendo de una manera disoluta”.
El
hijo lleno de tristezas se aleja buscando alegrías. La tristeza me hace huir,
me lleva a esconderme. Me veo feo y me escondo.
En mi
tristeza vivo fuera de mí. Despojado de un centro. Sin paz, sin sonrisa, sin alegría. Lo contrario de
la tristeza es la alegría y también la belleza. Una belleza que alegra el alma.
O una belleza expresión de la alegría interior.
Un corazón alegre se viste
de belleza. Un corazón triste se cierra y huye. Como el hijo pródigo que huye
buscando felicidades pasajeras.
Tengo a
veces razones para estar triste. Pero mi tristeza me aleja de los hombres, me
aleja de Dios, de mi hogar, de mi propio centro.
Quiero dejar la tristeza a
un lado y revestirme de la belleza de Dios, de su alegría. Revestirme de su
presencia que irradia en mí una luz nueva.
¿Por
qué estoy triste? ¿Por qué lloro? Porque no tengo lo que deseo. O he
perdido lo que me daba esperanza. Porque no tengo a Dios en el centro de mi
vida y vivo a la deriva como leía el otro día:
“Sin
las amarras del silencio la vida es un triste movimiento. Una barquichuela
permanentemente azotada por la violencia del oleaje”.
Un triste movimiento que me
lleva de un lado al otro. Sin un rumbo fijo y claro.
No quiero estar triste. Dejo
a un lado esos trajes de luto que oscurecen mi ánimo. Estoy hecho para la
alegría, para la luz. Necesito llevar en mi alma esa alegría que viene de Dios.
Decía Keppler:
“La
alegría es un factor de vida y una necesidad de la vida, una fuerza de vida y
un valor de la vida. Todo ser humano tiene necesidad de alegría y derecho a la
alegría. Es tan imprescindible para la salud del cuerpo como para la del alma,
para el trabajo corporal y mental cuanto para la vida religiosa”.
Es
imprescindible que reine en mí la alegría. Pero no siempre es tan fácil. Mi
estado de ánimo se oscurece, pierdo la paz y el sentido de lo que hago. Dejo
de tener fuerzas para la lucha y vivo sin esperanza.
¿Cómo
puedo estar alegre si no poseo lo que más amo? La tristeza se adentra en el alma, se
pega en la piel. Dejo de poseer lo que he amado siempre. Se aleja de mi lado
aquel a quien amo.
¿Cómo
puedo estar alegre cuando mis planes no se hacen realidad y la vida toma
derroteros extraños? Pierdo la alegría del corazón.
Ya no soy ese niño alegre
que sonríe con todo, con todos. Pierdo la inocencia y mi mirada se llena de una
niebla gris que acaba con el buen ánimo. Decía el padre José Kentenich:
“La
educación a la alegría, de cómo podemos ser maestros de alegría, modelos de
alegría, más aún: apóstoles de la alegría”.
Quiero educarme
y educar a otros en la alegría. Siempre hay esperanza en medio de la tormenta. Y entre las nubes de
la tempestad irrumpe un sol incipiente, penetrante. Y la luz abre el bosque
tupido.
Y tengo esperanza
de nuevo cuando parecía imposible. Cambio la mirada, el objeto de mi
tristeza se aleja o tiene menos fuerza. O confío
más,
que es lo importante.
Y me viene de lo alto una
alegría nueva,
hasta ahora casi desconocida. Me revisto con un traje de fiesta. El traje
del amor de Dios que me llena de luz.
Lo miro a Él que me mira y
sonrío esperando su abrazo. Una alegría que me hace pensar que es
posible salir de la oscuridad del alma.
Es posible
encender una luz en medio de la noche y dejar que todo cobre un nuevo brillo.
Es posible reír de nuevo después del llanto.
Me decía una persona
atrapada en una tristeza densa, profunda: “¿Para
qué sirve llorar tanto?”.
Las lágrimas desahogan, es cierto.
Acaban con la presión que me agota y me quita el aire para vivir. Las lágrimas
se escapan de mi alma llevándose la tristeza. Me alivian tanto el llanto y las
lágrimas…
Quiero dejar a un lado mi
traje de luto. Y volver a sonreír. Sé que se puede caminar feliz con penas en
el alma. Es posible sonreír en medio de las
lágrimas. Y esperar confiado entre densas dudas, negros nubarrones.
Es
posible si en el silencio Dios me abraza y me consuela. Y me dice que me ha estado
esperando tanto tiempo.
Merece
la pena mi vida llena de pecado y pobreza. Mi vida frágil, enferma. Merece la
pena mi historia porque no soy un fracasado. No
todo lo hago mal.
No todo no tiene remedio.
Siempre se abre una nueva
ruta cuando parece todo perdido. Una ventana que mira al cielo, un camino
desandado, una canción que vuelvo a cantar. Me
visto de belleza y de alegría.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia