Homilía
de la 105ª Jornada Mundial de los migrantes y refugiados
Día del Migrante y del Refugiado © Vatican Media |
“Amar
a Dios y amar al prójimo es un mandamiento que Dios nos ha dejado”, subraya el
Papa en la homilía de este Día Mundial de los migrantes y refugiados, “no se
puede separar, no se puede amar a Dios si no amamos al prójimo. Amar al prójimo
como a uno mismo”.
“Amar
al prójimo significa sentir compasión por su sufrimiento, acercarse, tocar sus
llagas, compartir sus historias, para manifestarles concretamente la ternura
que Dios les tiene”, ha aclarado Francisco. “No podemos permanecer indiferentes
ante este sufrimiento, este santo mandamiento, Dios se lo dio a su pueblo, y lo
selló con la sangre de su Hijo Jesús”.
A
continuación, ofrecemos la homilía completa del Papa Francisco, pronunciada en
la Misa con motivo de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado:
Homilía del Papa
En
el Salmo Responsorial se nos recuerda que el Señor sostiene a los forasteros,
así como a las viudas y a los huérfanos del pueblo. El salmista menciona de
forma explícita aquellas categorías que son especialmente vulnerables, a menudo
olvidadas y expuestas a abusos. Los forasteros, las viudas y los huérfanos son
los que carecen de derechos, los excluidos, los marginados, por quienes el
Señor muestra una particular solicitud. Por esta razón, Dios les pide a los
israelitas que les presten una especial atención.
En
el libro del Éxodo, el Señor advierte al pueblo de no maltratar de ningún modo
a las viudas y a los huérfanos, porque Él escucha su clamor (cf. 22,23). La
misma admonición se repite dos veces en el Deuteronomio (cf. 24,17; 27,19),
incluyendo a los extranjeros entre las categorías protegidas. La razón de esta
advertencia se explica claramente en el mismo libro: el Dios de Israel es Aquel
que «hace justicia al huérfano y a la viuda, y que ama al emigrante, dándole
pan y vestido» (10,18). Esta preocupación amorosa por los menos favorecidos se
presenta como un rasgo distintivo del Dios de Israel, y también se le requiere,
como un deber moral, a todos los que quieran pertenecer a su pueblo.
Por
eso debemos prestar especial atención a los forasteros, como también a las
viudas, a los huérfanos y a todos los que son descartados en nuestros días. En
el Mensaje para esta 105 Jornada Mundial del Migrante y
del Refugiado, el lema se repite como un estribillo: “No se trata
sólo de migrantes”. Y es verdad: no se trata sólo de forasteros, se trata de
todos los habitantes de las periferias existenciales que, junto con los
migrantes y los refugiados, son víctimas de la cultura del descarte. El Señor
nos pide que pongamos en práctica la caridad hacia ellos; nos pide que
restauremos su humanidad, a la vez que la nuestra, sin excluir a nadie, sin
dejar a nadie afuera.
Pero,
junto con el ejercicio de la caridad, el Señor nos pide que reflexionemos sobre
las injusticias que generan exclusión, en particular sobre los privilegios de
unos pocos, que perjudican a muchos otros cuando perduran. «El mundo actual es
cada día más elitista y cruel con los excluidos.
Los
países en vías de desarrollo siguen agotando sus mejores recursos naturales y
humanos en beneficio de unos pocos mercados privilegiados. Las guerras afectan
sólo a algunas regiones del mundo; sin embargo, la fabricación de armas y su
venta se lleva a cabo en otras regiones, que luego no quieren hacerse cargo de
los refugiados que dichos conflictos generan. Quienes padecen las consecuencias
son siempre los pequeños, los pobres, los más vulnerables, a quienes se les
impide sentarse a la mesa y se les deja sólo las “migajas” del banquete»
(Mensaje para la 105 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado).
Así
se entienden las duras palabras del profeta Amós, proclamadas en la primera
lectura (6,1.4-7). ¡Ay de los que viven despreocupadamente y buscando placer en
Sion, que no se preocupan por la ruina del pueblo de Dios, que sin embargo está
a la vista de todos! No se dan cuenta de la ruina de Israel, porque están
demasiado ocupados asegurándose una buena vida, alimentos exquisitos y bebidas
refinadas. Sorprende ver cómo, después de 28 siglos, estas advertencias
conservan toda su actualidad. De hecho, también hoy día la «cultura del
bienestar […] nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al
grito de los otros, […] lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva
a la globalización de la indiferencia» (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
Al
final, también nosotros corremos el riesgo de convertirnos en ese hombre rico
del que nos habla el Evangelio, que no se preocupa por el pobre Lázaro
«cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del
rico» (Lc 16,20-21). Demasiado ocupado en comprarse vestidos elegantes y
organizar banquetes espléndidos, el rico de la parábola no advierte el sufrimiento de Lázaro. Y también nosotros, demasiado concentrados en preservar
nuestro bienestar, corremos el riesgo de no ver al hermano y a la hermana en
dificultad.
Pero
como cristianos no podemos permanecer indiferentes ante el drama de las viejas
y nuevas pobrezas, de las soledades más oscuras, del desprecio y de la
discriminación de quienes no pertenecen a “nuestro” grupo. No podemos permanecer
insensibles, con el corazón anestesiado, ante la miseria de tantas personas
inocentes. No podemos sino llorar. No podemos dejar de reaccionar.
Si
queremos ser hombres y mujeres de Dios, como le pide san Pablo a Timoteo,
debemos guardar «el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación
de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tm 6,14); y el mandamiento es amar a Dios y
amar al prójimo. No podemos separarlos. Y amar al prójimo como a uno mismo
significa también comprometerse seriamente en la construcción de un mundo más justo, donde todos puedan acceder a los bienes de
la tierra, donde todos tengan la posibilidad de realizarse como personas y como
familias, donde los derechos fundamentales y la dignidad estén garantizados
para todos.
Amar
al prójimo significa sentir compasión por el sufrimiento de los hermanos y las
hermanas, acercarse, tocar sus llagas, compartir sus historias, para
manifestarles concretamente la ternura que Dios les tiene. Significa hacerse
prójimo de todos los viandantes apaleados y abandonados en los caminos del
mundo, para aliviar sus heridas y llevarlos al lugar de acogida más cercano, donde se les pueda atender en sus necesidades.
Este
santo mandamiento, Dios se lo dio a su pueblo, y lo selló con la sangre de su
Hijo Jesús, para que sea fuente de bendición para toda la humanidad. Porque
todos juntos podemos comprometernos en la edificación de la familia humana
según el plan original, revelado en Jesucristo: todos hermanos, hijos del único
Padre.
Encomendamos
hoy al amor maternal de María, Nuestra Señora del Camino, a los migrantes y
refugiados, junto con los habitantes de las periferias del mundo y a quienes se
hacen sus compañeros de viaje.
Raquel
Anillo
©
Editorial del Vaticano
Fuente:
Zenit