Homilía
del Papa en Mauricio
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Misa en Port
Louis, Mauricio © Vatican Media
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El
Papa Francisco, indicó que las bienaventuranzas “son el carnet de identidad del
cristiano” y que para ser buen cristiano basta con hacer lo que Jesús indica en
las mismas, ya que, “en ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos
llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas (Exhort. ap. Gaudete
et exsultate, 63)”.
Hoy,
9 de septiembre de 2019, en torno las 12:15, hora local (10:15 h. en Roma), el
Santo Padre ha presidido la celebración eucarística en el
Monumento de María Reina de la Paz en Port Louis, Mauricio.
Francisco
ha llegado esta misma mañana a Mauricio, tercer y último destino de su viaje
apostólico a África, que está teniendo lugar del 4 al 10 de septiembre y en el
que también ha visitado Mozambique y Madagascar.
Ejemplo del padre Laval
Con
respecto a vivir las bienaventuranzas en nuestra vida, el Pontífice se refirió
al ejemplo del beato Jacques-Désiré Laval, misionero evangelizador, muy
venerado en Mauricio y que celebra hoy su fiesta.
Así,
resaltó cómo el padre Laval supo que “evangelizar suponía hacerse todo para
todos (cf. 1 Co 9, 19-22): aprendió el idioma de los esclavos recientemente
liberados y les anunció de manera simple la Buena Nueva de la salvación. Supo
convocar a los fieles y los formó para emprender la misión y crear pequeñas
comunidades cristianas en barrios, ciudades y aldeas vecinas (…)”.
Y
añadió que, “a través de su impulso misionero y su amor, el padre Laval dio a
la Iglesia mauriciana una nueva juventud, un nuevo aliento, que hoy estamos
invitados a continuar en el contexto actual”.
“Impulso misionero”
En
cuanto a dicho impulso misionero, Francisco apuntó que es necesario cuidarlo
para no caer “en la tentación de perder el entusiasmo evangelizador
refugiándonos en seguridades mundanas que, poco a poco, no solo condicionan la
misión, sino que la vuelven pesada e incapaz de convocar (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 26)” y que este “tiene rostro joven y rejuvenecedor”.
De
este modo, según el Pontífice, “con su vitalidad y entrega”, los jóvenes son
los encargados de proporcionar “belleza y frescura” a la misión de la comunidad
cristiana, algo que no es fácil siempre, “porque exige que aprendamos a
reconocerles y otorgarles un lugar en el seno de nuestra comunidad y de nuestra
sociedad”.
Los jóvenes, primera
misión
A
continuación, el Santo Padre se refirió al sufrimiento de los jóvenes, que, a
pesar del crecimiento económico de las últimas décadas en el país, se
encuentran con la desocupación, con un “futuro incierto que los empuja fuera
del camino y los obliga a escribir su vida muchas veces al margen, dejándolos
vulnerables y casi sin puntos de referencia ante las nuevas formas de
esclavitud de este siglo XXI”.
Por
ello, el Papa subrayó “¡Ellos, nuestros jóvenes, son la primera misión! A ellos
debemos invitar a encontrar su felicidad en Jesús; pero no de forma aséptica o
lejana, sino aprendiendo a darles un lugar, conociendo ‘su lenguaje’,
escuchando sus historias, viviendo a su lado, haciéndoles sentir que son
bienaventurados de Dios”.
Por
otro lado, reconoce que en nuestra sociedad, alienada por las ambiciones de
poder y los intereses mundanos, a veces es difícil vivir las bienaventuranzas,
pero que, al mismo tiempo, no podemos “dejar que nos gane en el desaliento”.
Feliz es sinónimo de santo
El
Obispo de Roma, afirmó que deseaba que el pie del monte en el que se
encontraban se convirtiera en “el monte de las Bienaventuranzas” en el que recuperar
“esta invitación a ser felices”, pues solo los cristianos alegres despiertan el
“deseo de seguir ese camino”.
Y
agregó: “la palabra ‘feliz’ o ‘bienaventurado’ pasa a ser sinónimo de ‘santo’,
porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en
la entrega de sí, la verdadera dicha”.
Espíritu Santo,
protagonista de la Iglesia
En
definitiva, los proyectos de vida cristiana realizados con alegría, son los que
animan a los jóvenes a decir: “Yo quiero subir a ese monte de las bienaventuranzas,
yo quiero encontrarme con la mirada de Jesús y que Él me diga cuál es mi camino
de felicidad”, apuntó Francisco.
Finalmente,
el Santo Padre invitó a pedir por nuestras comunidades para que, “dando
testimonio de la alegría de la vida cristiana, vean florecer la vocación a la
santidad en las múltiples formas de vida que el Espíritu nos propone”.
Y
exhortó a no olvidar que “quien convoca con fuerza, quien construye la Iglesia,
es el Espíritu Santo, con su fuerza. Él es el protagonista de la misión, Él es
el protagonista de la Iglesia”.
***
Homilía del Santo Padre
Aquí,
ante este altar dedicado a María, Reina de la Paz; en este monte desde el que
se ve la ciudad y más allá el mar, nos encontramos para participar de esa
multitud de rostros que han venido de Mauricio y de las demás islas de esta
región del Océano Índico para escuchar a Jesús que anuncia las
bienaventuranzas. La misma Palabra de Vida que, como hace dos mil años, tiene
la misma fuerza, el mismo fuego que enciende hasta los corazones más fríos.
Juntos podemos decir al Señor: creemos en ti y, con la luz de la fe y el
palpitar del corazón, sabemos que es verdad la profecía de Isaías: anuncias la
paz y la salvación, traes buenas noticias, reina nuestro Dios.
Las
bienaventuranzas «son el carnet de identidad del cristiano. Si alguno de
nosotros se plantea la pregunta: “¿Cómo se hace para ser un buen cristiano?”,
la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que pide
Jesús en las bienaventuranzas. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que
estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas» (Exhort.
ap. Gaudete et exsultate, 63), tal como hizo el llamado “apóstol de la unidad
mauriciana”, el beato Jacques-Désiré Laval, tan venerado en estas tierras.
El
amor a Cristo y a los pobres marcó su vida de tal manera que lo protegió de la
ilusión de realizar una evangelización “lejana y aséptica”. Sabía que
evangelizar suponía hacerse todo para todos (cf. 1 Co 9, 19-22): aprendió el
idioma de los esclavos recientemente liberados y les anunció de manera simple
la Buena Nueva de la salvación. Supo convocar a los fieles y los formó para
emprender la misión y crear pequeñas comunidades cristianas en barrios,
ciudades y aldeas vecinas, muchas de estas pequeñas comunidades han sido el
inicio de las actuales parroquias. Fue solícito en brindar confianza a los más
pobres y descartados para que fuesen ellos los primeros en organizarse y
encontrar respuestas a sus sufrimientos.
A
través de su impulso misionero y su amor, el padre Laval dio a la Iglesia
mauriciana una nueva juventud, un nuevo aliento, que hoy estamos invitados a
continuar en el contexto actual.
Y
este impulso misionero hay que cuidarlo porque puede darse que, como Iglesia de
Cristo, caigamos en la tentación de perder el entusiasmo evangelizador
refugiándonos en seguridades mundanas que, poco a poco, no sólo condicionan la
misión, sino que la vuelven pesada e incapaz de convocar (cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 26). El impulso misionero tiene rostro joven y
rejuvenecedor. Son precisamente los jóvenes quienes, con su vitalidad y
entrega, pueden aportarle la belleza y frescura propia de la juventud cuando
desafían a la comunidad cristiana a renovarnos y nos invitan a partir hacia
nuevos horizontes (cf. Exhort. ap. Christus vivit, 37).
Pero
esto no siempre es fácil, porque exige que aprendamos a reconocerles y
otorgarles un lugar en el seno de nuestra comunidad y de nuestra sociedad.
Pero
qué duro es constatar que, a pesar del crecimiento económico que tuvo vuestro
país en las últimas décadas, son los jóvenes los que más sufren, ellos son
quienes más padecen la desocupación que provoca no sólo un futuro incierto,
sino que además les quita la posibilidad de sentirse actores privilegiados de
la propia historia común. Un futuro incierto que los empuja fuera del camino y
los obliga a escribir su vida muchas veces al margen, dejándolos vulnerables y
casi sin puntos de referencia ante las nuevas formas de esclavitud de este
siglo XXI. ¡Ellos, nuestros jóvenes, son la primera misión! A ellos debemos
invitar a encontrar su felicidad en Jesús; pero no de forma aséptica o lejana,
sino aprendiendo a darles un lugar, conociendo “su lenguaje”, escuchando sus
historias, viviendo a su lado, haciéndoles sentir que son bienaventurados de
Dios. ¡No nos dejemos robar el rostro joven de la Iglesia y de la sociedad; no
dejemos que sean los mercaderes de la muerte quienes roben las primicias de
esta tierra!
A
nuestros jóvenes y a cuantos como ellos sienten que no tienen voz porque están
sumergidos en la precariedad, el padre Laval los invitaría a dejar resonar el
anuncio de Isaías: «¡Prorrumpan en gritos de alegría, ruinas de Jerusalén,
porque el Señor consuela a su Pueblo, él redime a Jerusalén!» (52,9). Aun
cuando lo que nos rodee pueda parecer que no tiene solución, la esperanza en
Jesús nos pide recuperar la certeza del triunfo de Dios no sólo más allá de la
historia, sino también en la trama oculta de las pequeñas historias que se van
entrelazando y que nos tienen como protagonistas de la victoria de Aquel que
nos ha regalado el Reino.
Para
vivir el Evangelio, no se puede esperar que todo a nuestro alrededor sea
favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y los intereses
mundanos juegan en contra nuestra. San Juan Pablo II decía que «está alienada
una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y
consumo, hace más difícil la realización de esta donación [de sí] y la
formación de esa solidaridad interhumana» (Enc. Centesimus annus, 41c). En una
sociedad así, se vuelve difícil vivir las bienaventuranzas; puede llegar
incluso a ser algo mal visto, sospechado, ridiculizado (cf. Exhort. ap. Gaudete
et exsultate, 91). Es cierto, pero no podemos dejar que nos gane el desaliento.
Al
pie de este monte, que hoy quisiera que fuera el monte de las Bienaventuranzas,
también nosotros tenemos que recuperar esta invitación a ser felices. Sólo los
cristianos alegres despiertan el deseo de seguir ese camino; «la palabra
“feliz” o “bienaventurado” pasa a ser sinónimo de “santo”, porque expresa que
la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí,
la verdadera dicha» (ibíd., 64).
Cuando
escuchamos el amenazante pronóstico “cada vez somos menos”, en primer lugar,
deberíamos preocuparnos no por la disminución de tal o cual modo de
consagración en la Iglesia, sino por las carencias de hombres y mujeres que
quieren vivir la felicidad haciendo caminos de santidad, hombres y mujeres que
dejen arder su corazón con el anuncio más hermoso y liberador. «Si algo debe
inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos
nuestros vivan sin la fuerza, sin la luz y el consuelo de la amistad con
Jesucristo, viven sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de
sentido y de vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49).
Cuando
un joven ve un proyecto de vida cristiana realizado con alegría, eso lo
entusiasma y alienta, y siente ese deseo que puede expresar así: “Yo quiero
subir a ese monte de las bienaventuranzas, yo quiero encontrarme con la mirada
de Jesús y que Él me diga cuál es mi camino de felicidad”.
Pidamos,
queridos hermanos y hermanas, por nuestras comunidades, para que, dando
testimonio de la alegría de la vida cristiana, vean florecer la vocación a la
santidad en las múltiples formas de vida que el Espíritu nos propone.
Implorémoslo para esta diócesis, como también para aquellas otras que hoy han
hecho el esfuerzo de venir aquí. El padre Laval, el beato cuyas reliquias
veneramos, vivió también momentos de decepción y dificultad con la comunidad
cristiana, pero finalmente el Señor venció en su corazón. Tuvo confianza en la
fuerza del Señor. Dejemos que toque el corazón de muchos hombres y mujeres de
esta tierra, dejemos que toque también nuestro corazón para que su novedad
renueve nuestra vida y la de nuestra comunidad (cf. ibíd., 11). Y no nos
olvidemos que quien convoca con fuerza, quien construye la Iglesia, es el
Espíritu Santo, con su fuerza. Él es el protagonista de la misión, Él es el
protagonista de la Iglesia.
La
imagen de María, la Madre que nos protege y acompaña, nos recuerda que fue
llamada la “bienaventurada”. A ella que vivió el dolor como una espada que le
atraviesa el corazón, a ella que cruzó el peor umbral del dolor que es ver
morir a su hijo, pidámosle el don de la apertura al Espíritu Santo, de la
alegría perseverante, esa que no se amilana, ni se repliega, la que siempre
vuelve a experimentar y afirmar: “El Todopoderoso hace grandes obras, su nombre
es santo”.
Larissa I. López
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Vaticana
Fuente: Zenit