Homilía en la Misa de clausura del Sínodo
![]() |
| Homilía del Papa Francisco, 27 oct. 2019 © Zenit/María Langarica |
En la Misa de
clausura del Sínodo Especial de los Obispos para la Región
Panamazónica, el Papa ha reflexionado, a través de la Palabra de
Dios anunciada hoy, en tres maneras de rezar, mediante tres personajes: en la
parábola de Jesús rezan el fariseo y el publicano, en la primera lectura se
habla de la oración del pobre.
Este domingo,
27 de octubre de 2019, tras tres semanas de trabajos sinodales, el Santo Padre
ha presidido la Eucaristía en la basílica de San Pedro, acompañado en el altar
de la cátedra por el Cardenal Lorenzo Baldisseri, secretario general del Sínodo
de los Obispos, el cardenal Cláudio Hummes, relator general, y el cardenal
Michael Czerny, secretario especial.
Oración del
fariseo
El fariseo,
advierte el Papa, presume porque cumple unos preceptos particulares de manera
óptima, pero “olvida el más grande: amar a Dios y al prójimo.”
De este modo, no le pide nada al Señor, porque “no siente que tiene
necesidad o que debe algo, sino que, más bien, se le debe a él”. “Está en el
templo de Dios, pero practica otra religión, la religión del yo”.
También los cristianos que rezan y van a Misa el domingo “están sujetos a
esta religión del yo”, ha observado.
Así, ha animado
a los fieles a rezar “para pedir la gracia de sentirnos necesitados de
misericordia, interiormente pobres”, ya que “que sólo en un clima de pobreza
interior actúa la salvación de Dios”.
“¡Cuánta
presunta superioridad que, también hoy se convierte en opresión y
explotación!”, ha observado. “Lo hemos visto en el Sínodo, cuando hablábamos de
la explotación de la Creación, de la gente, de los habitantes, de la Amazonía,
la trata de personas, el comercio de las personas”, y ha agradecido que
“providencialmente hoy” hayan participado en la Misa “no solamente los
indígenas de la Amazonía, también los más pobres de la sociedad desarrollada,
los hermanos y hermanas enfermas”, palabras aplaudidas por la asamblea.
Oración del
publicano
Mirando al
publicano, ha dicho Francisco, “descubrimos de nuevo de dónde tenemos que
volver a partir: del sentirnos necesitados de salvación, todos”. Este el
“primer paso de la religión de Dios, que es misericordia hacia
quien se reconoce miserable”, ha indicado.
Ha recordado
que “su oración nace del corazón, es transparente; pone delante de Dios el
corazón, no las apariencias. Rezar es dejar que Dios nos mire por dentro sin
fingimientos, sin excusas, sin justificaciones. Porque del diablo vienen la
opacidad y la falsedad, de Dios la luz y la verdad”. En cambio, ha
añadido, “la raíz de todo error espiritual, como enseñaban los monjes antiguos,
es creerse justos. Considerarse justos es dejar a Dios, el único justo, fuera
de casa”.
Oración del
pobre
Los pobres,
dice el Pontífice, son “iconos vivos de la profecía cristiana”. Francisco ha
exhortado a pedir “la gracia de saber escuchar el grito de los pobres: es el
grito de esperanza de la Iglesia”. Así, “haciendo nuestro
su grito, también nuestra oración atravesará las nubes”.
En este Sínodo
“hemos tenido la gracia de escuchar las voces de los pobres y de reflexionar
sobre la precariedad de sus vidas, amenazadas por modelos de desarrollo
depredadores”. Y, sin embargo, ha añadido, “aun en esta situación, muchos nos
han testimoniado que es posible mirar la realidad de otro modo, acogiéndola con
las manos abiertas como un don”.
Sigue la
homilía completa del Papa Francisco en la Eucaristía de clausura del Sínodo
Amazónico:
Homilía del
Papa Francisco
La Palabra de
Dios nos ayuda hoy a rezar mediante tres personajes: en la parábola de Jesús
rezan el fariseo y el publicano, en la primera lectura se habla de la oración
del pobre.
1. La
oración del fariseo comienza así: «Oh Dios, te agradezco». Es un buen
inicio, porque la mejor oración es la de acción de gracias y alabanza. Pero
enseguida vemos el motivo de ese agradecimiento: «porque no soy como los demás
hombres» (Lc 18,11). Y, además, explica el motivo: porque ayuna dos
veces a la semana, cuando entonces la obligación era una vez al año; paga el
diezmo de todo lo que tiene, cuando lo establecido era sólo en base a los
productos más importantes (cf. Dt 14,22 ss.).
En definitiva,
presume porque cumple unos preceptos particulares de manera óptima. Pero olvida
el más grande: amar a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40).
Satisfecho de su propia seguridad, de su propia capacidad de observar los
mandamientos, de los propios méritos y virtudes, sólo está centrado en sí
mismo. No tiene amor. Pero, como dice san Pablo, incluso lo mejor, sin amor, no
sirve de nada (cf. 1 Co 13). Y sin amor, ¿cuál es el
resultado? Que al final, más que rezar, se elogia a sí mismo. De hecho, no le
pide nada al Señor, porque no siente que tiene necesidad o que debe algo, sino
que, más bien, se le debe a él. Está en el templo de Dios, pero practica otra
religión, la religión del yo. Y muchos grupos ilustrados,
cristianos, católicos, van por este camino.
Y además de
olvidar a Dios, olvida al prójimo, es más, lo desprecia. Es decir, para él no
tiene un precio, no tiene un valor. Se considera mejor que los demás, a quienes
llama, literalmente, “los demás, el resto” (“loipoi”, Lc 18,11).
Son “el resto”, los descartados de quienes hay que mantenerse a distancia.
¡Cuántas veces vemos que se cumple esta dinámica en la vida y en la historia!
Cuántas veces
quien está delante, como el fariseo respecto al publicano, levanta muros para
aumentar las distancias, haciendo que los demás estén más descartados aún. O
también considerándolos inferiores y de poco valor, desprecia sus tradiciones,
borra su historia, ocupa sus territorios, usurpa sus bienes. ¡Cuánta presunta
superioridad que, también hoy se convierte en opresión y explotación! Lo
hemos visto en el Sínodo, cuando hablábamos de la explotación de la Creación,
de la gente, de los habitantes, de la Amazonía, la trata de personas, el
comercio de las personas.
Los errores del
pasado no han bastado para dejar de expoliar y causar heridas a nuestros
hermanos y a nuestra hermana tierra: lo hemos visto en el rostro desfigurado de
la Amazonía. La religión del yo sigue, hipócrita con sus ritos y “oraciones”,
–y muchos de ellos son católicos, y se confiesan católicos, pero se han
olvidado de ser cristianos y hombres–, olvidándose de que el verdadero culto a
Dios pasa a través del amor al prójimo. También los cristianos que rezan y van
a Misa el domingo están sujetos a esta religión del yo.
Podemos
mirarnos dentro y ver si también nosotros consideramos a alguien inferior,
descartable, aunque sólo sea con palabras. Recemos para pedir la gracia de no
considerarnos superiores, de creer que tenemos todo en orden, de no
convertirnos en cínicos y burlones. Pidamos a Jesús que nos cure del hablar mal
y lamentarnos de los demás, de despreciar a nadie: son cosas que no agradan a
Dios y providencialmente hoy nos acompañan en esta Misa no solamente los
indígenas de la Amazonía, sino también los más pobres de la sociedad
desarrollada, hermanos y hermanas enfermas, están con nosotros, aquí en primer
lugar. (Aplauso)
2. La
oración del publicano, en cambio, nos ayuda a comprender qué es lo que
agrada a Dios. Él no comienza por sus méritos, sino por sus faltas; ni por sus
riquezas, sino por su pobreza. No se trata de una pobreza económica —los
publicanos eran ricos e incluso ganaban injustamente, a costa de sus
connacionales— sino de una pobreza de vida, porque en el pecado nunca se vive
bien. Ese hombre se reconoce pobre ante Dios y el Señor escucha su oración,
hecha sólo de siete palabras, pero también de actitudes verdaderas.
En efecto,
mientras el fariseo está delante en pie (cf. v. 11), el publicano permanece a
distancia y “no se atreve ni a levantar los ojos al cielo”, porque cree que el
cielo existe y es grande, mientras que él se siente pequeño. Y “se golpea el
pecho” (cf. v. 13), porque en el pecho está el corazón. Su oración nace del
corazón, es transparente; pone delante de Dios el corazón, no las apariencias.
Rezar es dejar que Dios nos mire por dentro sin fingimientos, sin excusas, sin
justificaciones. Porque del diablo vienen la opacidad y la falsedad, de Dios la
luz y la verdad. Queridos Padres y Hermanos sinodales: Ha sido hermoso y les
estoy agradecido, por haber dialogado durante estas semanas con el corazón, con
sinceridad y franqueza, exponiendo ante Dios y los hermanos las dificultades y
las esperanzas.
Hoy, mirando al
publicano, descubrimos de nuevo de dónde tenemos que volver a partir: del
sentirnos necesitados de salvación, todos. Es el primer paso de la religión
de Dios, que es misericordia hacia quien se reconoce miserable. En cambio,
la raíz de todo error espiritual, como enseñaban los monjes antiguos, es
creerse justos. Considerarse justos es dejar a Dios, el único justo, fuera de
casa.
Es tan
importante esta actitud de partida que Jesús nos lo muestra con una comparación
paradójica, poniendo juntos en la parábola a la persona más piadosa y devota de
aquel tiempo, el fariseo, y al pecador público por excelencia, el publicano. Y
el juicio se invierte: el que es bueno pero presuntuoso fracasa; a quien es
desastroso pero humilde Dios lo exalta. Si nos miramos por dentro con
sinceridad, vemos en nosotros a los dos, al publicano y al fariseo. Somos un
poco publicanos, por pecadores, y un poco fariseos, por presuntuosos, capaces
de justificarnos a nosotros mismos, campeones en justificarnos deliberadamente.
Con los demás, a menudo funciona, pero con Dios no.
Recemos para
pedir la gracia de sentirnos necesitados de misericordia, interiormente pobres.
También para eso nos hace bien estar a menudo con los pobres, para recordarnos
que somos pobres, para recordarnos que sólo en un clima de pobreza interior
actúa la salvación de Dios.
3. Llegamos así
a la oración del pobre, de la Primera Lectura. Esta, dice el
Eclesiástico, «atraviesa las nubes» (35,17). Mientras la oración de quien
presume ser justo se queda en la tierra, aplastada por la fuerza de gravedad
del egoísmo, la del pobre sube directamente hacia Dios. El sentido de la fe del
Pueblo de Dios ha visto en los pobres “los porteros del cielo”. Ese sensus
fidei que hace falta en la declaración final. Ellos son los que nos
abrirán, o no, las puertas de la vida eterna; precisamente ellos que no se han
considerado como dueños en esta vida, que no se han puesto a sí mismos antes
que a los demás, que han puesto sólo en Dios su propia riqueza. Ellos son
iconos vivos de la profecía cristiana.
En este Sínodo
hemos tenido la gracia de escuchar las voces de los pobres y de reflexionar
sobre la precariedad de sus vidas, amenazadas por modelos de desarrollo
depredadores. Y, sin embargo, aun en esta situación, muchos nos han
testimoniado que es posible mirar la realidad de otro modo, acogiéndola con las
manos abiertas como un don, habitando la creación no como un medio para
explotar sino como una casa que se debe proteger, confiando en Dios. Él es
Padre y, dice también el Eclesiástico, «escucha la oración del oprimido»
(v. 16).
Cuántas veces,
también en la Iglesia, las voces de los pobres no se escuchan, e incluso son
objeto de burlas o son silenciadas por incómodas. Recemos para pedir la gracia
de saber escuchar el grito de los pobres: es el grito de esperanza de
la Iglesia. Haciendo nuestro su grito, también nuestra oración atravesará las
nubes.
Rosa Die
Alcolea
© Librería
Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit






