Homilía
de la primera Misa en Bangkok
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| Misa en el Estadio Nacional de Supachalasai, Bangkok, 21 nov. 2019 © Vatican Media |
El
Santo Padre ha animado a seguir “en camino, tras las huellas de los primeros
misioneros, para encontrar, descubrir y reconocer alegremente todos esos
rostros de madres, padres y hermanos, que el Señor nos quiere regalar y le
faltan a nuestro banquete dominical”.
Hoy,
jueves 21 de noviembre de 2019, memoria litúrgica de la Presentación de la
Santísima Virgen María, en torno a las 18:10, hora local (12:10 h. en Roma), el
Papa Francisco ha presidido la Misa en el Estadio Nacional de Supachalasai,
en Bangkok.
Mi madre y mis hermanos
Durante
su homilía, Francisco recordó la respuesta de Jesús a la pregunta “¿Quién es mi
madre y quiénes son mis hermanos?”: “Todo el que hace la voluntad de mi Padre
que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,50)”.
El
Papa resaltó cómo que el Evangelio está lleno de preguntas que pretenden
invitar a los discípulos “a ponerse en camino, para que descubran esa verdad
capaz de dar y generar vida; y que buscan “abrir el corazón y el horizonte al
encuentro de una novedad mucho más hermosa de lo que pueden imaginar”.
Salir a buscar a todos
Así
les ocurrió a los primeros misioneros que llegaron a Tailandia, que al escuchar
estas preguntas del Señor, “impulsados por la fuerza del Espíritu, y cargados
sus bolsos con la esperanza que nace de la buena noticia del Evangelio se
pusieron en camino para encontrar a los miembros de esa familia suya que
todavía no conocían”, indicó el Pontífice.
Sin
ese encuentro de los misioneros con Jesús “al cristianismo le hubiese faltado
vuestro rostro; le hubiesen faltado los cantos, los bailes, que configuran la
sonrisa thai tan particular de estas tierras”, expresó. Y apuntó que “el
discípulo misionero no es un mercenario de la fe ni un generador de prosélitos,
sino un mendicante que reconoce que le faltan sus hermanos, hermanas y madres,
con quienes celebrar y festejar el don irrevocable de la reconciliación que
Jesús nos regala a todos”.
Asimismo,
el Obispo de Roma remarcó que “el banquete está preparado, salgan a buscar a
todos los que encuentren por el camino”, describiendo que este envío del Señor,
“es fuente de alegría, gratitud y felicidad plena”, “el manantial de la acción
evangelizadora”.
Discípulos misioneros
Después,
el Santo Padre se refirió a la celebración de los 350 años de la creación del
Vicariato Apostólico de Siam (1669-2019) en este país. Un aniversario “que nos
ayuda a salir alegremente a compartir la vida nueva, que viene del Evangelio,
con todos los miembros de nuestra familia que aún no conocemos”.
Dedicando
un pensamiento a las personas expuestas a la trata y a la prostitución, a los
jóvenes inmersos en las drogas, a los migrantes y a todos los olvidados, el
Papa Francisco describió que “ellos son parte de nuestra familia, son nuestras
madres y nuestros hermanos, no le privemos a nuestras comunidades de sus
rostros, de sus llagas, de sus sonrisas y de sus vidas; y no le privemos a sus
llagas y a sus heridas de la unción misericordiosa del amor de Dios”.
A
continuación, sigue la homilía completa del Papa Francisco
Homilía del Santo Padre
«¿Quién
es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12,48).
Con
esta pregunta, Jesús desafió a toda aquella multitud que lo escuchaba a preguntarse
por algo que puede parecer tan obvio como seguro: ¿quiénes son los miembros de
nuestra familia, aquellos que nos pertenecen y a quienes pertenecemos? Dejando
que la pregunta hiciera eco en ellos de forma clara y novedosa responde: «Todo
el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi
hermana y mi madre» (Mt 12,50). De esta manera rompe no sólo los
determinismos religiosos y legales de la época, sino también todas las
pretensiones excesivas de quienes podrían creerse con derechos o preferencias
sobre Él. El Evangelio es una invitación y un derecho gratuito para todos
aquellos que quieran escuchar.
Es
sorprendente notar cómo el Evangelio está tejido de preguntas que buscan
inquietar, despertar e invitar a los discípulos a ponerse en camino, para
que descubran esa verdad capaz de dar y generar vida; preguntas
que buscan abrir el corazón y el horizonte al encuentro de una novedad mucho
más hermosa de lo que pueden imaginar. Las preguntas del Maestro siempre
quieren renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad con una alegría sin
igual (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Así
les pasó a los primeros misioneros que se pusieron en camino y llegaron a estas
tierras; escuchando la palabra del Señor, buscando responder a sus preguntas,
pudieron ver que pertenecían a una familia mucho más grande que aquella que se
genera por los lazos de sangre, de cultura, de región o de pertenencia a un
determinado grupo. Impulsados por la fuerza del Espíritu, y cargados sus bolsos
con la esperanza que nace de la buena noticia del Evangelio, se pusieron en
camino para encontrar a los miembros de esa familia suya que todavía no
conocían. Salieron a buscar sus rostros. Era necesario abrir el corazón a una
nueva medida, capaz de superar todos los adjetivos que siempre dividen, para
descubrir a tantas madres y hermanos thai que faltaban en su mesa dominical. No
sólo por todo lo que podían ofrecerles sino también por todo lo que necesitaban
de ellos para crecer en la fe y en la comprensión de las Escrituras (cf. CONC.
VAT. II, Const. dogm. Dei Verbum, 8).
Sin
ese encuentro, al cristianismo le hubiese faltado vuestro rostro; le hubiesen
faltado los cantos, los bailes, que configuran la sonrisa thai tan particular
de estas tierras. Así vislumbraron mejor el designio amoroso del Padre, que es
mucho más grande que todos nuestros cálculos y previsiones, y que no puede
reducirse a un puñado de personas o a un determinado contexto cultural.
El
discípulo misionero no es un mercenario de la fe ni un generador de prosélitos,
sino un mendicante que reconoce que le faltan sus hermanos, hermanas y madres,
con quienes celebrar y festejar el don irrevocable de la reconciliación que
Jesús nos regala a todos: el banquete está preparado, salgan a buscar a todos
los que encuentren por el camino (cf. Mt 22,4.9). Este envío es
fuente de alegría, gratitud y felicidad plena, porque «le permitimos a Dios que
nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero.
Allí está el manantial de la acción evangelizadora» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 8).
Han
pasado 350 años de la creación del Vicariato Apostólico de Siam (1669-2019),
signo del abrazo familiar producido en estas tierras. Tan sólo dos misioneros
fueron capaces de animarse a sembrar las semillas que, desde hace tanto tiempo,
vienen creciendo y floreciendo en una variedad de iniciativas apostólicas, que
han contribuido a la vida de la nación. Este aniversario no significa nostalgia
del pasado sino fuego esperanzador para que, en el presente, también nosotros
podamos responder con la misma determinación, fortaleza y confianza. Es memoria
festiva y agradecida que nos ayuda a salir alegremente a compartir la vida
nueva, que viene del Evangelio, con todos los miembros de nuestra familia que
aún no conocemos.
Todos
somos discípulos misioneros cuando nos animamos a ser parte viva de la familia
del Señor y lo hacemos compartiendo como Él lo hizo: no tuvo miedo de sentarse
a la mesa con los pecadores, para asegurarles que en la mesa del Padre y de la
creación había también un lugar reservado para ellos; tocó a los que se
consideraban impuros y, dejándose tocar por ellos, les ayudó a comprender la
cercanía de Dios, es más, a comprender que ellos eran los bienaventurados (cf.
S. JUAN PABLO II, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Asia, 11).
Pienso
especialmente en esos niños, niñas y mujeres, expuestos a la prostitución y a
la trata, desfigurados en su dignidad más auténtica; pienso en esos jóvenes
esclavos de la droga y el sin sentido que termina por nublar su mirada y
cauterizar sus sueños; pienso en los migrantes despojados de su hogar y
familias, así como tantos otros que, como ellos, pueden sentirse olvidados,
huérfanos, abandonados, «sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con
Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de
sentido y de vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49). Pienso en
pescadores explotados, en mendigos ignorados.
Ellos
son parte de nuestra familia, son nuestras madres y nuestros hermanos, no le
privemos a nuestras comunidades de sus rostros, de sus llagas, de sus sonrisas
y de sus vidas; y no le privemos a sus llagas y a sus heridas de la unción
misericordiosa del amor de Dios. El discípulo misionero sabe que la
evangelización no es sumar membresías ni aparecer poderosos, sino abrir puertas
para vivir y compartir el abrazo misericordioso y sanador de Dios Padre que nos
hace familia.
Querida
comunidad tailandesa: Sigamos en camino, tras las huellas de los primeros
misioneros, para encontrar, descubrir y reconocer alegremente todos esos
rostros de madres, padres y hermanos, que el Señor nos quiere regalar y le
faltan a nuestro banquete dominical.
Larissa
I. López
Fuente:
Zenit






