Sólo Dios actuando en medio de la noche, a través de mi imperfección,
deja crecer la semilla
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S L/Unsplash | CC0 |
Me
gusta hacer cosas, sentirme útil, experimentar, tocar, lograr, sentir. Me gusta
sentirme vivo, despierto, atento. Los límites me molestan e incomodan. Me
despierto y quiero correr, abrazar, empujar, saltar.
Quiero ser cielo, montaña,
río, mar. Quiero lo que está más lejos, más dentro, más hondo. Lo
quiero todo, ahora, aquí, en mí.
Corro el peligro de ponerme
en el centro, de ser yo, de buscar que me vean, me escuchen, me sigan. Yo el
que hace, es y vive. Porque quiero sentirme vivo en medio de muertes y
desiertos.
Quiero ser cascada,
torrente, lluvia de temporal. Quiero ser grito, canto, silencio, palabra que se
eleva sobre el océano y se hace carne. Quiero
ser todo en uno,
dentro de mí.
Quiero moverme y no quedarme
quieto. Quiero cambiar y seguir siendo yo mismo. Quiero
la eternidad recogida en un día, en un momento, en un ahora en el que escucho mi sí,
pronunciado muy quedo.
Quiero
que las sombras se apaguen con la luz, del sol, del alma. No importa cuándo,
pero pronto. Eso espero. Busco entre oscuridades un camino escondido para los
ojos, no para la mirada del alma.
Deseo
llegar a esa opción tapada, demasiado oculta. Pronuncio
mi sí sin apenas voz. Con gestos y silencios. No dejo de caminar. La meta está
cerca, o lejos. Me gustan las palabras de Santa
Teresa de Calcuta
“A
menudo puedes ver cables que cruzan las calles. Antes de que la corriente fluya
por ellos no hay luz. El cable somos tú y yo. La corriente es Dios. Tenemos el
poder de dejar pasar la corriente a través de nosotros y de este modo generar
la luz del mundo—Jesús—o de negarnos a ser utilizados y de este modo permitir
que se extienda la oscuridad”.
Me gusta ser instrumento, canal, vía por la que fluye Dios,
por la que llega a tantos. Para dar luz, para acabar con las sombras, con las
noches, con las tinieblas. No
quiero ser obstáculo, puerta cerrada, roca. No quiero ser desierto, erial,
secarral.
Me falta docilidad para
dejarme hacer por Dios. Soy torrente que no busca el descanso. Me
cuesta abrir la puerta de mi alma y permitirle entrar. Me resisto a tanta
docilidad. Sé que la docilidad es la clave de todo:
“El
Espíritu, cuando encuentra docilidad, afina el arte del conocimiento de uno
mismo y la inteligencia de saber leer entre líneas, aprendiendo a ir más allá
de lo que es superficial, por más que brille”.
Quiero aprender a ser dócil
para saber leer los deseos de Dios. Quiero ser cable y dejar que Él sea
la luz. Que Él sea el poder que transforma el mundo en mis palabras, en mis
silencios, en mis gestos. El poder de Dios actuando en mí cuando yo le dejo.
Deseo la docilidad de un
niño inocente. La apertura del que no tiene nada que perder. Del que no guarda,
ni esconde, ni protege. Del que se rompe para que todo pueda
brotar lleno de vida. Quiero ser como dice el padre José Kentenich un instrumento
perfecto:
“El
instrumento perfecto está tan perfectamente unido a Dios que la pérdida de
todos los seguros secundarios de la vida ahonda y garantiza tanto más la ‘seguridad
de péndulo’. Quizás la naturaleza tiemble y se estremezca cuando se nos aparta
de nuestra tierra, cuando se nos arrebata una seguridad material, mundana”.
La seguridad del péndulo. La
seguridad del niño sujeto a Dios. Del instrumento en sus manos. libre para ser
útil. Para servir, para dar, para dejar que suceda todo a su alrededor.
Sin querer controlar el
desarrollo de los acontecimientos. Sin querer retener, proteger, guardar,
salvar. No es mi obra, es la obra de Dios. Yo soy sólo ese
instrumento que confía y se deja utilizar. Decía el Padre Kentenich:
“La
originalidad de nuestra santidad consiste en que es una santidad del
instrumento, de la vida diaria y de la alianza de amor. El
instrumento perfecto en manos de la Santísima Virgen tiene que desprenderse del
espíritu negativo del tiempo y de todo apego desordenado a cosas o personas”.
Dios necesita mi docilidad,
mi desapego para apegarme a Él, a María. Yo me empeño en hacer tanto… Y ese
dejarse hacer que Dios me pide me parece imposible. Se resisten todas las
fibras de mi ser.
Me
niego a la pasividad, a perder el tiempo, a dejar pasar la vida por mi alma. El
agua que pasa por el cauce del río. En su ritmo cadencioso y constante. Sin
presas ni obstáculos que desvíen el curso de las aguas.
Me
da paz saber que mi vida está en sus manos. Él puede hacer de mí un jardín
florido, un campo fecundo. Un cauce con agua. No un cauce seco. Puede cambiarlo
todo a mi alrededor.
Puede hacerlo en medio de mi
alma herida. Roto por dentro Dios puede dejar que el agua llegue a tantos. No
tengo que estar en perfecto estado.
El
agua de Dios se sirve de mis grietas, de mis heridas para regar la tierra. Es su agua la que riega.
Me conmueve. No soy yo intentando retenerlo todo.
Me
da paz confiar más. Y me inquieta cuando quiero ser yo el capitán de mi nave,
el que decide el rumbo y marca la meta. Elijo la pasividad que me incomoda.
Elijo la paz de no hacer tantas cosas, de no querer marcar yo el rumbo, de no
querer ser yo tan autorreferente.
Sólo
Dios actuando en medio de la noche deja crecer la semilla, el trigo, el campo que
deja de ser erial y se convierte en vergel. El cauce seco en torrente en bajada
que todo lo inunda.
No le tengo miedo al soplo
del Espíritu en mi interior. Puede llenarme de una vida nueva y hacer posibles
milagros que el alma desconoce. Elijo a Dios en mi vida. Él me lleva. Me vuelvo
dócil. Dejo de lado el orgullo. Quiero
ser más humilde.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia