Acaba
la Navidad y al guardar las figuras puede aparecer la tristeza, pero este
tiempo tiene también su sabor…
![]() |
Shutterstock | Ramil Gibadullin |
No
es lo mismo esperar con ilusión al que llega que despedirlo. No es lo mismo
llegar que marcharse. Preparar una fiesta que recoger los restos. No es lo
mismo un abrazo de bienvenida que de despedida.
Pero la vida es la misma. El
mismo corazón que llega y el mismo el que se marcha. Lo
mismo se ama en el encuentro que en el adiós. Uno alegra más. El otro duele.
Pero los dos son parte de mi vida, de mi alma.
La alegría de preparar la
Navidad. Poner el nacimiento. Los peregrinos José y María. Las posadas. Los
pastores que van y vienen. El castillo de Herodes. El ángel o los ángeles
cantando el Gloria. El buey y la mula.
Un pesebre que acoge al
peregrino. Colocarlo todo con el corazón de fiesta. Las bolas del árbol. Los
adornos en la casa. Las luces. La estrella. La emoción de entonces. El
dolor de ahora, nostálgico, al guardarlo todo.
Las bolas de colores a sus
cajas, y las figuras. José, María, el Niño, los pastores y los reyes. Todo en
orden hasta que pase todo un año.
Me
duele el alma. Vaciar la casa de luz, de colores, de fiesta. Se acaba la Navidad y
se tiñe el alma de melancolía. Una despedida, un hasta pronto. Duele.
El
Adviento preparó mi alma para la alegría, para el encuentro con un niño recién
nacido. ¿Cómo preparo ahora el corazón para la
nostalgia? ¿Cómo
me preparo para la pérdida, para la ausencia?
No
quiero vivir reprimiendo lo que siento o huyendo de lo que duele. Porque la vida tiene
siempre esta doble corriente. De la alegría del encuentro, de la posesión, de
la pertenencia. Al dolor y tristeza de la pérdida, de la partida. Navidad en la
que nace Jesús en mi alma. Y luego la sequedad del desierto.
Sonrío. Porque la
vida tiene las dos cosas. Las hojas caídas del otoño y los brotes de la
primavera. Me
decido a vivir los dos momentos intensamente. Sin pesar, sin amargura. Sin
tapar lo que siento.
Leía el otro día sobre cómo
vivir momentos difíciles:
“Dada
esta forma en que la rabia y la tristeza actúan dentro de nosotros, es
fundamental no tomar decisiones apresuradas ni trascendentes. No debes dejarte
abatir, ni renunciar al trabajo ni al estudio, no
renunciar a tus deberes sino rebajarlos de intensidad para no exigirle
demasiado a tu cuerpo sino respetar su ritmo vital. A veces no
respetamos este proceso interno, y nos volcamos con mayor intensidad al trabajo
o al estudio. Hay personas que venden su casa a un precio de regalo por querer
deshacerse del recuerdo y hacer desaparecer todo lo relacionado a la pérdida. O
renuncian a su trabajo y toman un viaje sin retorno al extranjero”.
No quiero eludir el dolor de
este tiempo que cierra. Como tampoco el dolor de una pérdida. O el cansancio de
una enfermedad.
No quiero huir lejos de mí
mismo esquivando la pena. No quiero esconder la cabeza para no enfrentar la
vida en toda su riqueza. La
alegría del encuentro. La nostalgia de la despedida. Porque así es siempre.
El corazón es capaz de alegrarse en todo. Y sonreír en medio de la noche o del claro día. Es lo que le pido a Dios. Esa sonrisa que no se muera nunca.
Que no
me acostumbre a lo bueno. Que no desespere de lo difícil. Sonrío. Y el cielo a
mi alrededor se llena de sol y esperanza.
Dejo de tener miedo a la
vida. Al Adviento en el que espero a aquel que me alegra el alma y luego el
dolor de la despedida del tiempo navideño.
La
alegría de ahora y el dolor de entonces cuando no tenga lo que hoy me alegra.
Todo va unido.
No me quejo nunca de lo que
me alegra. ¿Por qué me quejo cuando sufro? No me indigno por estar sano. ¿Por
qué en la enfermedad protesto con amargura?
No es lo que quiero. Deseo
vivir con paz los dos momentos. Guardo en el alma el nacimiento, las
figuras, las bolas de fiesta. Recojo los restos de los días festivos.
Pasa
la Navidad dejando un reguero de nostalgia en mi alma. No
pierdo la alegría del día de Navidad, cuando sonreía al besar al Niño.
Quiero conservar la alegría
de los niños al abrir los regalos. La alegría de la cabalgata de los reyes
subido a una escalera para verlo todo. La alegría de un paquete aún por abrir.
La alegría de una mesa preparada para la cena. La alegría de un bebé que acojo
entre mis brazos y lo beso conmovido.
Guardo
la alegría de tantos abrazos recibiendo el nuevo año o deseando
una Navidad bendecida. La alegría de que Jesús abraza lo humano para siempre.
Todo
lo humano se llena de Dios ahora al comienzo de este nuevo año. Jesús pisa mi tierra y
pasa junto a mí dando alegría.
Yo también quiero que este
año esté marcado por el deseo de dar alegría, amor y esperanza. Decía el padre
José Kentenich:
“Vida
y amor son dos conceptos que van estrechamente unidos. Dar vida significa dar
amor, dar plenitud, dar alegría”.
Cierro la puerta del tiempo
navideño que ha llenado mi corazón de alegría. De ahí sacaré para dar, para
vivir, para entregar. El corazón lleno puede dar más que cuando
está vacío.
Quiero que el Niño en mi
alma siga regalando ternura, compasión, misericordia. No quiero vivir con
melancolía. No quiero perderme en lo que podía haber sido, en el dolor de la
pérdida, en la dureza de la enfermedad, en la frialdad de la soledad.
No me quedo en los planes
que no son como pensaba. En las personas que me defraudan con actitudes
inesperadas. No vivo llorando por las expectativas
incumplidas.
Quiero vivir Navidad en mi
corazón cada día del año. El encuentro que cambia mi alma y graba a fuego la
sonrisa en mi rostro. Abrazo con alegría
los días que piso. Sin miedo, sin nostalgia. Le sonrío a la vida.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia