Me presentó una ruta que parecía imposible y un horizonte nuevo y aunque
hoy sigo dudando, su voz es lo más verdadero que tengo…
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Jordan Sanchez/Unsplash | CC0 |
La llamada a
seguir a Jesús es radical. Penetra el alma. Cautiva, enamora. Es una palabra
dicha en el silencio. Un fuego que ilumina la noche. Una brisa suave en medio
de la tormenta. Es un de repente que conmociona mi espíritu y me saca de mi
inmovilidad.
¿Cuándo llegó a
instalarse en mi tienda ese Jesús al que sigo? ¿Cuándo y cómo se decidió a
tirarme del caballo para caminar conmigo? Me quedo en silencio, pensando.
Todo sucedió de
repente. Fue un accidente, un grito en mi silencio, una voz callada que no
lograba descifrar en mi torpeza. Me resistí, dudé, no confiaba en
la promesa que se iba asentando en mi alma.
Fue su amor un
abrazo que cambió mi vida para siempre, por la espalda. Me presentó una ruta
que parecía imposible y un horizonte nuevo quedó
abierto ante mis ojos.
Fue una barca y
fueron unos pies caminando sobre el agua. Yo tenía el miedo grabado
en mis entrañas y no me atrevía a dar el paso.
Era el miedo a
lo nuevo, a lo desconocido. El desconcierto al ver que no era posible contener
entre los dedos todo un océano que se me ofrecía.
Una invitación
a recorrer bosques desconocidos entre árboles milenarios. Una llamada a
no volver a estar nunca solo siendo sólo para Él.
La soledad
siempre hiere y asusta. Me quedo callado ante una misión que enciende el
corazón joven que sueña con tocar las cumbres más altas. Con beber el agua más
cristalina y hollar las arenas más vírgenes.
Guardo en mi
interior esa llamada de Jesús, cuando todo a mi alrededor parece estar en calma
y seguro. Acojo su invitación a soltar amarras, a creer
en lo que pocos creen en este mundo falto de creencias. Cuando la fe
deja de ser algo concreto, asible, atractivo, fascinante.
Escucho esa
petición profunda que se concreta lentamente en el alma. ¿Será verdad
lo que Dios me pide a mí que no sé hablar su lenguaje?
Escribo
lentamente en un papel en blanco palabras que me encienden, me
llevan a mares ignotos y a cielos nunca explorados.
Y siento
en lo profundo de mi alma un deseo inmenso de dar la vida en lugar de vivir
buscándome. Abrazo a Jesús lleno de alegría y paso a vivir
buscándolo.
¿Dónde estarán
sus huellas para poder seguirlas?
Me adentro en
la selva de mis sentimientos. Una marejada de emociones nueva. Quisiera abrazar
el sí primero. Ese que pronuncié un día siendo joven y que he repetido tantas
veces.
Ahora mismo lo
pronuncio de nuevo en medio de la noche, en medio del mediodía de mi vida. Más
viejo. Todo más nuevo. El alma más herida porque el tiempo siempre deja su
huella en las arrugas de mis entrañas.
El miedo es
hondo de nuevo y a la vez brota en mi interior una confianza que Él me da, para
que no tema. Y siento suave su caricia al caminar despacio.
Vuelvo a
decirle que sí a Aquel que pasó ante mi barca invitándome a
cambiarlo todo, a pescar siempre a su lado, nunca más solo.
No dejo de
tener dudas: ¿Y si no es verdadero ese grito de mi recuerdo, ese grito que hoy
vuelvo a escuchar?
“Venid y
seguidme”.
Lo vuelvo a
escuchar nítidamente en mi alma, en mis oídos. Y me pregunto:
“¿A quién
temeré?”.
Se alegra mi
alma al escuchar su voz. Con la sencillez de un niño me abrazo a los pies del
maestro. La vida no es un juego, me repito, después de haber
acompañado el dolor, enjugado tantas lágrimas, sanado muchas heridas, calmado
dolores.
La vida que me
ofrece Él tiene una luz que todo lo penetra y despierta
claridades. Desaparece así la oscuridad del alma. Siembra con su bendita
mano esperanza en mi seno.
Y sonrío feliz
ante un camino largo. Le digo que sí mientras lo dejo todo. Las redes caídas,
mis sueños de niño, mis heroicidades de entonces, mis debilidades que me
lastran.
Lo dejo todo y
le entrego mi vida al mismo tiempo. Me vuelve a llamar ahora más viejo, más
dentro. Es más verdadera su voz que nada de lo que tengo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia