Docilidad y libertad para que las leyes religiosas sean un camino para
fortalecer a Cristo en tu interior
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frantic00 | Shutterstock |
Me cuesta
adaptarme a las normas que me imponen. De forma especial cuando esas normas me
constriñen, limitan o acorralan. Bloquean mi deseo de hacer lo que yo quiero y
calmar todas mis ansias.
La norma me
obliga. El precepto me exige. Jesús también se sometió a la ley: fue presentado
en el templo 40 días después de su nacimiento. Jesús y sus padres se someten a
la ley.
Dios sometido a
la ley de los hombres, a la ley inspirada por Dios en el pueblo de Israel. Dios
hecho carne en su pueblo, de acuerdo con sus leyes.
No acabo de
acostumbrarme a este Dios tan dócil. No sé por
qué me atraen los dioses poderosos que imponen su ley y su poder.
Me rebelo ante
un Dios aparentemente débil, incapaz de hacerse valer ante el poder del hombre.
Un Dios encadenado a sus normas. Y a mí que me cuesta tanto someterme a las
normas…
María
Inmaculada no necesitaba ser purificada. Pero cumple la norma. El primer hijo
se entrega como ofrenda. Y María queda purificada
después del parto.
El hijo es
ofrecido al mismo Dios. No deja de tener un profundo sentido. El hijo de las
entrañas de María, su hijo santo, ya le pertenecía a Dios desde antes
de nacer. Ahora sólo cumple con la ley y lo devuelve.
Jesús es Dios,
es hombre, es hijo de Dios, es la ofrenda perfecta. Es el
primogénito que ha de salvar al mismo hombre.
Es ofrecido en
el Templo. Dios hecho carne ofrecido al mismo Dios. En ese templo donde
reposaba el arca del Altísimo. Allí donde los hombres dejan sus ofrendas, sus
vidas entregadas, a los pies de Dios.
Allí también
José y María ofrecen sin entender todo lo que escuchan. Ofrecen al hijo que no
les pertenecen. Obedecen la ley y en ella obedecen a Dios. Pero me da miedo que
me pase lo que decía el padre José Kentenich:
“Como varones y
sacerdotes católicos vemos y experimentamos a Dios demasiado unilateralmente
como ley, legislador o idea. Y soy el primero en incluirme en este grupo. A mí,
por lo menos, me ocurre así. Sólo Dios sabe cuánto hace que estoy luchando por
ver y experimentar a Dios realmente como padre, como persona, y no sólo como
mera idea. Comprendo muy bien a aquel que me dice que nunca se siente junto a
Dios, pero que tiene pensamientos religiosos”[1].
No es lo mismo
ser creyente y seguir a Jesús que cumplir sus leyes, su voluntad, sus deseos.
El amor es el que me lleva a la obediencia.
Y si es
el miedo el que me impulsa a obedecer no seré realmente feliz,
ni pleno. No tendré paz. El miedo es un mal consejero.
Quiero
experimentar a Dios en mi alma para que mi fe sea personal y mueva mi vida.
Quiero que Jesús crezca en mi corazón como Él fue creciendo en su infancia.
Quiero que Él
crezca en mi interior y que las normas que sigo sólo sean el camino que
permitan que Él se haga fuerte en mi interior.
Leía el otro
día: “Existe la ley de vida: todo espíritu finito o cree en Dios o cree en
un ídolo o fetiche”[2].
Si no creo en Dios, acabaré creyendo en los ídolos.
Pienso en todas
las normas que cumplo en mi vida. Esas normas que me impone el mundo.
Las que Dios ha sembrado en mi alma. Las que yo mismo me impongo. Me da
miedo no vivirlas con libertad y alegría.
Tengo el deseo
de niño de incumplir algunas. Saltarme aquellas que más me incomodan y
molestan. ¿Qué quiere Dios que haga? ¿Qué se esconde detrás de la ley
que obedezco?
Lo único que
deseo es que Jesús crezca en mi interior y yo crezca así en sabiduría, en
libertad interior, en verdad.
No quiero
olvidarme del amor de Dios. Es ese amor el que me levanta y
purifica. Hace que mi vida brille y tenga paz.
No me habla
sólo en normas y preceptos. Va más allá del cumplimiento de la ley. No me pide
un mínimo. Me lo pide todo.
La única ley
que supera a todas es la del amor. Es la ley en la que no cabe otra
respuesta que dar toda la vida. Es lo que hizo Jesús siempre. Renuncia
a su propio deseo por amor a Dios. Me conmueve esa actitud que va más allá de
lo exigido.
Jesús nace en
mi alma cuando la norma del amor se impone por encima de otras normas. Quiero
que el alma se aferre a Jesús. Él es el sentido de mi vida.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia