Educar es un arte individualizado que necesita clima
agradable, escucha, cercanía, tiempo, respeto
![]() |
JD Lasica | CC BY 2.0 |
Me gustaría conservar la vida que hay en mí y en
los demás. No destruir con mis descuidos, omisiones y acciones la vida que se
me confía. Lograr que la planta que hay en el corazón de aquel que se pone en
mis manos crezca en una atmósfera de amor y confianza.
Puedo hacerlo
si soy sal. Si en torno a mí logro que los demás puedan estar en paz, sin
sentirse violentos o agredidos por mis palabras y silencios.
Es un arte saber educar la vida que se me
confía y permitir que la semilla muera y dé fruto. Y la planta deje que el tallo y las hojas
se yergan por encima de la tierra. Esa tierra buena que es Dios. El
clima agradable que facilita la vida. El agua suficiente
para acabar con la sed. Y la suficiente luz para que brote la vida.
Quiero ser
sal para conservar la vida y dejar que crezca a mi alrededor. Quiero educar a
los que tengo junto a mí como hijos. Esa educación exige una actitud de escucha
y cercanía muy importante. Comenta José Kentenich:
“Existe también otro modo de educar: educar
sólo en general, hablar en general, sin atender a la índole y a la necesidad de
cada persona. Tal modalidad no corresponde a la de Jesús. Si
desconozco la individualidad de cada uno, sus necesidades particulares, no
puedo adentrarme en su corazón, no puedo ayudar a la vida“[1].
Mi misión de ser sal en este mundo pasa por
acoger la vida original del que se presenta ante mí en toda su belleza y
debilidad. Me detengo ante cada uno. No hablo en general.
Hablo en
concreto de las necesidades de las personas que conozco. Les hablo al corazón.
Y sé cuáles son sus necesidades personales, sus sueños, sus anhelos. Comenta el
Padre Kentenich:
“Yo acogía profundamente en mí la vida del
alma de los que me estaban confiados; revisaba en qué medida actuaba Dios en
ella; apoyaba lo que consideraba auténtico y conducía lentamente todo lo
valioso al interior de la comunidad. Al parecer este trabajo era lo más
insignificante posible, no se notaba casi nada hacia fuera. Pero fue el taller
del que había surgido todo. Hay que tomar muy en serio todo lo que brota en las
almas y educar lentamente”.
Eso es lo que tiene que hacer el que quiere
ser sal en el mundo. Conservar la vida con delicadeza, con ternura,
sin forzar nada. Se trata de no matar las iniciativas que no
comparto y ser capaz de escucharlo todo sin caer en los juicios.
Necesito
aprender a aceptar las desviaciones que alejan del ideal sin
escandalizarme. Quiero aconsejar sin imponer nada.
Aceptar lo que no está bien sin rechazar a toda la persona que ha cometido
alguna mala acción.
Cuidar la
vida que brota como un pequeño tallo y débiles raíces. No
quiero apagar la llama vacilante. Ni partir la caña frágil
mecida por el viento.
No quiero
dejar que caiga en la putrefacción lo que está bien en el alma que se me abre.
Ser sal en medio del mundo tiene esa misión de cuidar la vida, amarla, respetarla, y
permitir que crezca a su ritmo. Cada uno a su propio ritmo, no
al ritmo que yo tengo.
No juzgo, no rechazo, acojo y valoro
siempre.
Al mismo
tiempo que la sal conserva la vida, también logra sacar el mejor sabor de los
alimentos. Mucha sal le quita el sabor a lo que como. Y demasiada poca hace que
la comida no sepa a nada.
La sal es la ayuda
para sacar lo mejor que hay en cada alma. Como educador tengo la misión de sacar
la mejor versión de las personas que se me confían. Su
mejor color. Su mejor sabor. Sus mejores sueños. Sus fuerzas más propias.
Yo desaparezco detrás de la vida que surge. No quiero ser yo el protagonista cuando
educo. Soy como la sal que desaparece una vez cumplida su misión.
Es invisible
mi entrega. No recibo halagos por ser sal. Simplemente actúo y logro
que la vida de las personas sea más agradable, más plena, más bella. Todo lo
demás es innecesario. No soy el protagonista.
Me gusta esa
misión humilde y pobre. La sal sola no sabe a nada. Nadie come sal sin
alimentos. De la misma forma el educador, el padre, no se concibe sin sus
hijos. Sin ellos no es nadie. Y en ellos permanece oculto.
La sal
escondida en los alimentos los mejora. La sal tirada al suelo tampoco sirve
para mucho. Otros la pisarán. Pero la sal bien utilizada cumple perfectamente
su misión.
Me gusta ser
sal y estar activo en el silencio de la
escucha. Allí soy más plenamente yo sin querer asumir ningún protagonismo.
Puedo ser sal y no perder mi esencia si permanezco conectado a Dios. Sólo
así puedo lograr lo que deseo, cumplir la misión de mi vida, vivir para que los
otros vivan.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia