Muchos
abandonan la oración cuando se vuelve difícil de hacer o porque sienten que la
oración es inútil, y terminan pensando erróneamente que han perdido la alegría
de ser cristianos
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La
alegría es cristiana porque es, junto con la paz, el fruto de la caridad. Quien
vive de Dios y en Dios, quien se alimenta de la Eucaristía y del perdón, y sobre
todo quien lo autentifica, amando a los demás como Jesús los amó, está siempre
alegre de haber encontrado al Señor y de no estar separado de Él.
Sin embargo, la alegría no
siempre va acompañada de placer. El placer es la alegría sensible de los
sentimientos, de las pasiones, del cuerpo.
Es el florecimiento del gozo
del alma, pero la vida impone otras leyes que no son el placer continuo. Muchos
hacen las cosas sólo si le complace. Si llegan las pruebas, las tentaciones o
la simple erosión de los días, el placer se disminuye y a veces se extingue.
Este es a veces el caso de la oración.
La trampa del diablo
Puede
ser que ayer rezar fuera fácil para nosotros. Nos transportaba, nos conducía. Y
que hoy rezar sea difícil para nosotros.
Ya no nos transporta y,
sobre todo, “no nos aporta nada”. Pero si sentimos que hemos perdido el gozo de
ser cristianos, es un error.
Simplemente hemos
confundido el placer sensible con la alegría del alma. Si dejamos de rezar
hasta que vuelva el placer, ¿qué sentido tiene?
Esto se puede encontrar
incluso entre aquellos que se toman en serio su vida de oración, incluyendo a
las personas consagradas: cuando no tengo ganas de rezar, no rezo.
Todos los pretextos del
mundo se emplean entonces para apoyar esta actitud. Es una
trampa, inventada
por un pequeño diablo.
Detrás de la defensa
habitual: “Es nuestra generación, somos frágiles, etc.”, está la tentación de
la acedia, que es de todas las generaciones.
La
acedia es la resignación voluntaria, sostenida y por tanto pecaminosa ante la
urgencia de la oración. Es la tentación de los espirituales.
La oración es la cita del
alma con Dios, que siempre acude a ella. ¿Acaso vendremos sólo cuando nos
apetezca? Esto no sólo es notablemente grosero, sino que es sobre todo un
error: sólo Dios puede darnos la alegría cuando
más la necesitamos.
Por
fray Thierry-Dominique Humbrech
Fuente:
Aleteia