Cuántos
miedos… Jesús no pretende que no te equivoques nunca, borra de tu alma esos
imperativos de perfección que alguien grabó en tus entrañas
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Shutterstock | Syda Productions |
Miro mis dolencias, miro la enfermedad de mi alma
que no me permite vivir en libertad, sin miedo. Jesús viene a liberarme.
Jesús pasó
haciendo el bien, dando paz a los atormentados. Yo vivo pensando que tengo que
hacerlo todo bien. No hacer el bien, sino todo bien. Y eso es
imposible.
Una y otra
vez lo intento y mi deseo de hacer el bien fracasa. Me equivoco, o mis pasos no
logran el bien que busco.
Tengo miedo. Un
miedo profundo a equivocarme, a fallar, a desilusionar. Un
miedo que se atraganta en mis entrañas. Un miedo de niño abandonado que no
escucha los pasos de su padre volviendo a casa para abrazarlo.
Un miedo de
hombre solitario que ha sentido el rechazo en su vulnerabilidad. El miedo a
perder la alegría de forma permanente.
El miedo a no notar su presencia, su abrazo, su paz. El miedo a vivir sin
seguros, sin la confianza de su cercanía, sin la certeza de su amor.
Me detengo
conmovido ante ese Jesús que quiere que viva en libertad, con paz profunda, con
alegría. Lo miro enseñándole en mis manos heridas todos mis miedos.
Mi miedo a
perder el camino, a cometer errores. Mi miedo a darme por entero y equivocarme.
El miedo al juicio cuando me expongo. El miedo a desilusionar a los que han
creído en mí, en mis palabras. El miedo a perder la fe o a creer sin obras.
El miedo a no
estar a la altura de mis propias exigencias. El miedo a naufragar en los mares
del mundo. El miedo a no saber cuál es el siguiente paso.
El miedo a la
duda, a las preguntas sin respuestas. El miedo a un futuro incierto. El miedo a
la soledad que lacera mi alma. El miedo a una vida sin frutos, sin alegrías.
El miedo al
dolor en forma de pérdida, ausencia, enfermedad, desgracia. Ese futuro que no
controlo. El miedo a traspasar líneas que yo mismo u otros han dibujado para
limitar mis pasos.
El miedo a
fallar, a no cumplir y no estar a la altura. El miedo a sufrir y no encontrar
el sentido a tanto sufrimiento. El miedo enferma, aísla, bloquea, detiene mis
pasos y mis luchas.
Me da tanto
miedo no ser fiel a su llamada y huir de Él cuando todo se ponga peligroso, y
amenacen con quitarme la vida… Ese miedo de los discípulos enamorados y
temerosos.
Jesús recorre mi alma para liberarme de mis
enfermedades y dolencias quitándome el miedo. Yo soy uno de esos que se detienen
junto a Él esperando esa mano que me libere de mis ansias.
¿Qué puede
salir mal si todo está en sus manos? Leía el otro día:
“El
Diablo ha aportado como prueba de que Dios no es amor la existencia del
sufrimiento. Así que si hoy eres esclavo del Diablo es por el miedo que tienes.
(…) El arma del Enemigo es el miedo, el miedo a la muerte.”
No quiero ser esclavo de mis miedos. Se los
entregó a Él. Él
sabe lo que puede hacer conmigo. Puede sanarme y liberarme. Puede hacer que me
perdone en mis caídas. Y me levante en medio de mis miedos. Sólo quiere que
confíe. Me dan fuerza las palabras de santa Teresita:
“Jesús
se complace en mostrarme el único camino que conduce a ese fuego divino: ese
camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en los brazos de su
Padre. El que es pequeñito, que venga a mí, dice el Espíritu Santo por boca de
Salomón y este mismo Espíritu de Amor dice también que ‘la misericordia es
concedida a los pequeños’”.
La
misericordia de Dios conmigo. Tanto hablo de esa misericordia y tanto me cuesta
confiar en su amor infinito que lo perdona todo.
Si creyera de
verdad no me costaría nada perdonarme las caídas. No sé por qué tengo dudas.
¿Será tan misericordioso como me han dicho?
Necesito su mirada sobre mí diciéndome que
soy su hijo precioso,
el más amado. Aquel por el que ya ha dado Él la vida. Yo no tengo que hacer
mucho más. Simplemente sujetarme en sus brazos, descansar como una oveja sobre
sus hombros. Y sonreír.
No puedo
cambiar las páginas pasadas. Ni borrar las manchas de mi historia. No puedo
eliminar los pecados cometidos. Sólo puedo notar el abrazo de Dios
misericordia. Su sonrisa diciéndome que me necesita, que me ama con locura, que
soy su hijo predilecto.
¿Por qué no
me lo creo? Vuelvo a escuchar las palabras duras de mi propio juicio.
Hoy miro a
Jesús con miedo y con paz al mismo tiempo. Él me ama y me lo dice al oído. Vuelvo
a confiar. Vuelvo a nacer en sus brazos.
La esperanza
brota dentro de mí. Como un pequeño riachuelo que apenas lleva agua. Es posible
confiar de nuevo después del dolor y las caídas.
Jesús sólo quiere que pase haciendo el bien
y no pretende que no me equivoque nunca. Borro de mi alma esos imperativos de perfección, que
alguien de niño grabó en mis entrañas.
Le pido a
Jesús que con su abrazo lo borre todo. Y siembre una confianza divina en lo más
hondo. Estoy en sus manos. ¿Qué puedo temer? Nada. Él conduce mi barca en medio
de las tormentas. Él cree en mí.
Miro con paz
mi vida. Y creo en todo lo que puede hacer conmigo. Yo soy un sanador herido.
Él se alegra al verme sonreír como un niño. Sana mi enfermedad. Me libera del
llanto. Siembra en mí su alegría.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia