Oportunidad para recuperar nuestra capacidad para convivir
con otros que dábamos por descontado
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Shutterstock | vasara |
En
estos días de cuarentena hemos tenido la posibilidad de leer muchas historias,
testimonios de todas partes del mundo, con toda clase de reflexiones o de
recomendaciones para vivir esta crisis.
El denominador común a todo
lo que se vive y se cuenta o lo que aparece de fondo en la mayoría es como si
estuviéramos redescubriendo las cosas más elementales de nuestra condición
humana y teniendo que reconfigurar nuestra escala de valores.
Veníamos viviendo a una
velocidad inmanejable y de golpe todo se detiene. ¿Hacia dónde mirar? ¿Qué nos
depara el futuro incierto? ¿Qué es lo que realmente queremos hacer con nuestra
vida?
José Ortega y Gasset
escribió que “mientras el tigre no puede
dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente
de deshumanizarse”.
Podemos hacernos más o menos humanos con nuestras decisiones, con nuestro modo
de vivir. Y hay situaciones que ponen a prueba nuestra libertad, nuestra
responsabilidad y por ello nuestra opción por recuperar o perder humanidad.
Un virus nos ha puesto
prueba en lo más valioso de nuestra humanidad y ha puesto patas para arriba
prioridades, proyectos personales y escalas de valores. Ha mostrado de lo que
es capaz el miedo y la ansiedad, pero también de lo que somos capaces cuando el
amor vence al miedo y al egoísmo, cuando dejamos todo de lado porque lo más
importante está en juego. Nos ha hecho salir de un individualismo exacerbado
hacia un sentido de familia humana que ya no es un simple slogan, sino una experiencia real y
cotidiana que trasciende todas las fronteras.
Es preocupante ver el nivel
de frivolidad al que habíamos llegado, que en esta situación se dan consejos en
varios canales de TV sobre cómo vivir la cuarentena en familia, cómo convivir
con los hijos y con la pareja tantas horas, como si fuera algo desconocido.
¿Habíamos llegado a ser
extraños entre los que deberían ser nuestros vínculos más íntimos? Lo triste es
que pone en evidencia que para muchos es así, porque si las relaciones no han
sido profundas ni han cultivado la intimidad, cuando físicamente están
obligados a estar juntos algunos parecen no saber qué hacer y necesitan
orientación.
Y bienvenido que alguien
ayude y oriente a las familias, pero revela una gran pobreza humana. Esta
crisis se ha transformado en una auténtica oportunidad para recuperar
dimensiones fundamentales de nuestra humanidad, de nuestra capacidad para
convivir con otros que dábamos por descontado, pero que no estaban realmente cultivadas
y que son las que sostienen todo lo demás.
La cultura dominante se ha
vuelto demasiado centrada en el placer individual, en un pragmatismo radical
que solo valora lo útil, y donde lo único que importa es el éxito y las
manifestaciones de poder e influencia.
Una
cultura que había dejado en el olvido, como un tabú del que no se puede hablar,
aquellos aspectos de la vida humana incómodos que realmente no queríamos
aceptar, pero que siempre están ahí: la enfermedad, la vulnerabilidad y la
muerte. Aceptar
que somos limitados, vulnerables y que vamos a morir es un modo de encarar la
vida con autenticidad y realismo.
Por otra parte, un
subjetivismo extremo donde la ciencia parecía ser una opinión más y algunos
discursos irracionales y sin fundamento pretendían negarse a las vacunas o a
tratamientos médicos, comienzan a hacerse añicos frente a la evidencia
imparable de los hechos donde vemos lo que sucede cuando un virus se extiende
sin barreras. Ahora comienzan a preguntarse muchos por qué no se invierte más
en ciencias biomédicas y no tanto en la cultura del entretenimiento.
En opciones de vida marcadas
por el valor de la productividad, donde vivir a toda velocidad es un signo de
excelencia y rendimiento, estar obligados a parar, a no hacer nada, nos hace tomar
conciencia del vacío que se puede encontrar en la soledad y el silencio cuando
uno nunca se detiene.
Una pandemia nos recuerda
que, aunque no nos gusten los límites, existen. La enfermedad y la muerte no
distinguen color de piel, ni ideologías, ni poder económico, ni prestigio, ni
lugar geográfico. Todos caemos con la misma debilidad ante lo que afecta
nuestra salud.
El individualismo se quiebra
cuando descubrimos que lo que le sucede a los demás tiene que ver conmigo y que
lo que hago o dejo de hacer tiene un efecto directo sobre los demás, que no es
verdad que cada uno puede hacer lo que quiera sin que eso afecte a otros. ¿No
traerá esta crisis también una mayor toma de conciencia del cuidado del medio
ambiente?
Una oportunidad que agradeceremos
El
mundo no será el mismo después del Corvid19, no solo a nivel político,
sanitario y económico. No seremos los mismos existencialmente, porque la
situación nos obligó a repensarlo todo. Después de este duro golpe y solo en el
futuro tendremos perspectiva para pensar cuánto nos dejó y lo que habremos
aprendido.
Acostumbrados a poderlo casi
todo y a saber lo que hay que hacer, donde todos los expertos siempre nos
enseñan qué pasará en las próximas elecciones o cómo estará el clima dentro de
dos meses, nos desacostumbramos a no saberlo todo a no poder preverlo todo.
Este es un tiempo para crecer en humildad, porque no lo sabemos todo ni lo
podemos todo, ni lo podemos asegurar todo.
Solo espero positivamente
que el día después nos encuentre siendo diferentes de cómo éramos antes de que
llegara el Corona Virus, que el día después nos encuentre más humanizados, más
solidarios, más sensibles y más cercanos a todo ser humano, sin importar qué
piensa o de dónde venga.
Para los cristianos esta ha
sido una cuaresma que nos empujó sin aviso al silencio, a la conversión, al
desierto interior, a salir de las propias seguridades, a dejar morir lo que
tiene que morir de nosotros para que nazca lo nuevo, para que pueda surgir un
mundo nuevo.
En algunos países ha sido un
auténtico vía crucis. El Papa Francisco en una reciente
entrevista afirmó que no le gusta la palabra “optimismo” porque suena a
maquillaje, que el prefiere la palabra esperanza. Y es que el optimismo muchas
veces es puro voluntarismo que quiere estar siempre con una cara feliz porque
le teme a cualquier golpe de realidad que le borre la sonrisa.
En cambio, la esperanza,
siendo realista, se apoya en certezas más profundas, en saber que no todo
depende de mí, que el futuro siempre está abierto a que algo nuevo nos sorprenda
y nos descubra la alegría más profunda de que somos amados y que ese amor es
más fuerte que la muerte. La gente más feliz no es la optimista, sino la
agradecida, la que no pierde la esperanza, la que a pesar de lo duro que pueda
ser el presente, sabe que tiene razones para no perder la alegría ni la paz.
Miguel Pastorino
Fuente: Aleteia