Ciclo
sobre las bienaventuranzas
![]() |
Audiencia General, 1 abril 2020 © Vatican Media |
La
sabiduría de la sexta bienaventuranza reside en el hecho de que “para
contemplar” al Señor “es necesario entrar dentro de nosotros mismos y hacer
espacio a Dios porque, como dice san Agustín, ‘Dios es más interior que lo más
íntimo mío’”, sostiene el Santo Padre.
En
la audiencia general de hoy, 1 de abril de 2020, celebrada en la biblioteca del
Palacio Apostólico debido a la pandemia del coronavirus, el Papa Francisco ha
reanudado la serie de catequesis sobre las bienaventuranzas.
En
concreto, esta vez ha reflexionado sobre la sexta de ellas: “Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).
Liberar el corazón
Así,
en primer lugar, Francisco describe que dicha bienaventuranza “promete la
visión de Dios y tiene como condición la pureza de corazón” y resalta que para
contemplar a Dios “no hay que cambiar de gafas o de punto de mira, o cambiar de
autores teológicos que enseñen el camino: ¡hay que liberar el corazón de sus
engaños! Este es el único camino”.
Lograr
un corazón purificado es “el resultado de un proceso que implica una liberación
y una renuncia. El puro de corazónno nace así, ha vivido una
simplificación interior, aprendiendo a negar el mal dentro de sí, algo que en
la Biblia se llama circuncisión del corazón (cf. Dt 10:16; 30:6; Ez 44:9; Jer
4:4)”, explica el Papa.
La guía del Espíritu Santo
Esta
purificación interior, indica el Pontífice, supone el reconocimiento de la
parte del corazón que está “bajo el influjo del mal”: “Reconocer la parte mala,
la parte que está nublada por el mal – para aprender el arte de dejarse siempre
adiestrar y guiar por el Espíritu Santo. El camino del corazón enfermo, del
corazón pecador, del corazón que no puede ver bien las cosas, porque está en
pecado, a la plenitud de la luz del corazón es obra del Espíritu Santo”.
El
Espíritu es quien nos guía en este recorrido, “y así, a través de este camino
del corazón, llegamos a ‘ver a Dios’”. Contemplar a Dios, aclara el Obispo de
Roma, significa “comprender los designios de la Providencia en lo que nos
sucede, reconocer su presencia en los sacramentos, su presencia en los
hermanos, especialmente en los pobres y los que sufren, y reconocerlo allí
donde se manifiesta (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2519)”.
Alegría y paz verdaderas
Finalmente,
el Santo Padre remarcó que esta bienaventuranza es “un poco el fruto de las
anteriores: si hemos escuchado la sed del bien que habita en nosotros y somos
conscientes de que vivimos de misericordia, comienza un camino de liberación
que dura toda la vida y nos lleva al Cielo”.
Se
trata de “un trabajo serio, un trabajo que hace el Espíritu Santo si le damos
espacio para que lo haga, si estamos abiertos a su acción”. Por ello, es
posible afirmar que es una obra de Dios en nosotros, en las pruebas y en las
purificaciones de la vida, que “lleva a una gran alegría, a una paz verdadera”.
“No
tengamos miedo, abramos las puertas de nuestro corazón al Espíritu Santo para
que nos purifique y nos haga avanzar por este camino hacia la alegría plena”,
concluye Francisco.
A continuación, sigue la
catequesis completa del Papa.
Catequesis del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy
leemos juntos la sexta bienaventuranza, que promete la visión de Dios y tiene
como condición la pureza de corazón.
Un
salmo dice: «Dice de ti mi corazón: ‘Busca su rostro’. Sí, Yahvé, tu rostro
busco. No me ocultes tu rostro» (27:8-9).
Este
lenguaje manifiesta la sed de una relación personal con Dios, no mecánica, no
algo nublada, no: personal, que el libro de Job también expresa como signo de
una relación sincera. Dice así el libro de Job: «Yo te conocía sólo de oídas,
mas ahora te han visto mis ojos» (Jb 42:5). Y muchas veces pienso que este es
el camino de la vida, en nuestra relación con Dios. Conocemos a Dios de oídas,
pero con nuestra experiencia avanzamos, avanzamos, avanzamos y al final lo
conocemos directamente, si somos fieles… Y esta es la madurez del Espíritu.
¿Cómo
llegar a esta intimidad, a conocer a Dios con los ojos? Se puede pensar, por
ejemplo, en los discípulos de Emaús, que tienen al Señor Jesús a su lado, «pero
sus ojos estaban retenidos para que no lo conocieran» (Lc 24:16). El Señor les
abrirá los ojos al final de un camino que culmina con la fracción del pan y que
había empezado con un reproche: «¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer
todo lo que dijeron los profetas!” Es el reproche del principio (Lc 24:25).
Este es el origen de su ceguera: el corazón insensato y tardo. Y cuando el
corazón es insensato y tardo, no se ven las cosas. Se ven las cosas como
nubladas.
Aquí
reside la sabiduría de esta bienaventuranza: para contemplar, es necesario
entrar dentro de nosotros mismos y hacer espacio a Dios porque, como dice San
Agustín, «Dios es más interior que lo más íntimo mío» («interior intimo meo»:
Confesiones, III,6,11). Para ver a Dios no hay que cambiar de gafas o de punto
de mira, o cambiar de autores teológicos que enseñen el camino: ¡hay que
liberar el corazón de sus engaños! Este es el único camino.
Es
una madurez decisiva: cuando nos damos cuenta de que nuestro peor enemigo se
esconde a menudo en nuestro corazón. La batalla más noble es contra los engaños
internos que generan nuestros pecados. Porque los pecados cambian la visión
interior, cambian la valoración de las cosas, muestran cosas que no son
verdaderas, o al menos que non son tan verdaderas.
Por
lo tanto, es importante entender qué es la «pureza de corazón». Para ello
debemos recordar que para la Biblia el corazón no consiste sólo en los sentimientos,
sino que es el lugar más íntimo del ser humano, el espacio interior donde la
persona es ella misma. Esto, según la mentalidad bíblica.
El
Evangelio de Mateo dice: «Si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad
habrá!» (6,23). Esta «luz» es la mirada del corazón, la perspectiva, la
síntesis, el punto de lectura de la realidad (cf. Evangelii gaudium, 143).
¿Pero
qué significa corazón «puro»? El puro de corazón vive en la presencia del
Señor, conservando en el corazón lo que es digno de la relación con Él; sólo
así posee una vida «unificada», lineal, no tortuosa sino simple.
El
corazón purificado es, por lo tanto, el resultado de un proceso que implica una
liberación y una renuncia. El puro de corazón no nace así, ha vivido
una simplificación interior, aprendiendo a negar el mal dentro de sí, algo que
en la Biblia se llama circuncisión del corazón (cf. Dt 10:16; 30:6;
Ez 44:9; Jer 4:4).
Esta
purificación interior implica el reconocimiento de esa parte del corazón que
está bajo el influjo del mal: - “Sabe, Padre, siento esto, veo esto y está mal”
: reconocer la parte mala, la parte que está nublada por el mal – para aprender
el arte de dejarse siempre adiestrar y guiar por el Espíritu Santo. El camino
del corazón enfermo, del corazón pecador, del corazón que no puede ver bien las
cosas, porque está en pecado, a la plenitud de la luz del corazón es obra del
Espíritu Santo. Él es quien nos guía para recorrer este camino. Y así, a través
de este camino del corazón, llegamos a «ver a Dios».
En
esta visión beatífica hay una dimensión futura, escatológica, como en
todas las Bienaventuranzas: es la alegría del Reino de los Cielos hacia la que
vamos. Pero existe también la otra dimensión: ver a Dios significa comprender
los designios de la Providencia en lo que nos sucede, reconocer su presencia en
los sacramentos, su presencia en los hermanos, especialmente en los pobres y
los que sufren, y reconocerlo allí donde se manifiesta (cf. Catecismo de
la Iglesia Católica, 2519).
Esta
bienaventuranza es un poco el fruto de las anteriores: si hemos escuchado la
sed del bien que habita en nosotros y somos conscientes de que vivimos de
misericordia, comienza un camino de liberación que dura toda la vida y nos
lleva al Cielo. Es un trabajo serio, un trabajo que hace el Espíritu Santo si
le damos espacio para que lo haga, si estamos abiertos a la acción del Espíritu
Santo. Por eso podemos decir que es una obra de Dios en nosotros – en las
pruebas y en las purificaciones de la vida – y esta obra de Dios y del Espíritu
Santo lleva a una gran alegría, a una paz verdadera. No tengamos miedo, abramos
las puertas de nuestro corazón al Espíritu Santo para que nos purifique y nos
haga avanzar por este camino hacia la alegría plena.
Larissa
I. López
© Librería
Editorial Vaticana
Fuente:
Zenit