Cuánto se puede aprender en el confinamiento…
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No
es lo mismo hacer cosas que hacer cosas importantes. A lo mejor este tiempo
detenido me ayuda a poner las cosas en perspectiva. Y quizás comienzo a ver que
esas cosas pequeñas que hago en mi vida cotidiana son las realmente importantes.
Quisiera hacer muchas cosas
más, cosas grandes. Salvar vidas, acompañar a los enfermos, sanar a muchos. Hay
tanta gente sola…
Necesito aprender a valorar
lo que tengo y
no amargarme por lo que no poseo ni puedo hacer. Aprendo a mirar agradecido a
mi familia, a mis hermanos, a mis padres. Son mis raíces sagradas que ahora
beso agradecido.
Hay
tantas personas sin hogar, sin familia, sin seres queridos… Pienso en los
enfermos que no tienen a nadie o nadie puede verlos. Recuerdo conmovido a todos
los que han muerto muchos de ellos angustiados en su soledad.
Pienso en los que pasan
horas en los hospitales cuidando a otros, sirviendo con el alma rota, jugándose
la vida. No descansan, no se quejan, no maldicen.
Cuidan y velan junto a los
que sufren. Se sienten impotentes y quisieran poder salvar más vidas, poder
acabar con esta enfermedad que tanto duele.
Pienso en la
misión que yo tengo escondido entre mis cuatro paredes. Pienso que ese acto oculto
mío de quedarme en casa está cambiando el mundo, aunque nadie lo vea, aunque
nadie lo sepa.
No pienso sólo en mí. Pienso
en los otros, en los vulnerables, en los más frágiles. Ese cambio de mirada lo
transforma todo. William James decía:
“El
gran descubrimiento de mi generación es que los seres humanos pueden cambiar
sus vidas al cambiar sus actitudes mentales”.
Y eso es lo que espero. Me
da miedo mi propio miedo y mi propia muerte.
Me asusta ese miedo mío que me paraliza el alma. No quiero quedarme frío de
repente y no sea capaz de llorar, de sufrir con el que sufre.
Es este un tiempo de llanto,
de lágrimas, de dolor compartido, de abrazos espirituales que consuelan tanta
angustia. Es también un tiempo de sonrisas por pantallas y de abrazos virtuales.
Cambio mi actitud. No quiero
tener miedo a esta vida frágil que pende de un hilo. Confío en que todo pasará
algún día y por eso ahora quiero vivir aprendiendo algo de todo lo que me
sucede.
No quiero que quede como
algo del pasado, ya olvidado. Me da miedo esa superficialidad mía. No quiero seguir
caminando como si nada, como si no importara tanto sufrimiento, tantos números
detrás de los cuales se ocultan vidas, historias santas.
Los días dejan huellas en mi
alma y sé que no lo olvidaré tan fácilmente. Eso me da esperanza. Las heridas
en la piel no cicatrizan de golpe, sólo lentamente, de dentro hacia fuera. Todo
lleva su tiempo, pero no quiero dejar paso al olvido.
¡Cuántas
cosas he aprendido en este tiempo! He aprendido el valor de un abrazo,
lo que importa una mirada, la verdad de un beso.
He aprendido la necesidad de
la piel, que acorta las distancias. El contacto con la vida, la fuerza de lo
cotidiano. He aprendido a vivir la alegría de salir de casa y volver a mi hogar
agradecido.
He aprendido a amar más y a
odiar menos, la vida es corta. He aprendido a mitigar el dolor de otros con una
palabra de esperanza y consuelo.
He aprendido a través de una
pantalla a mirar con ojos profundos la soledad del alma. He aprendido a decir
cosas sinceras que son las que importan y no cualquier cosa para salir del
paso. He aprendido a hablar desde el corazón una y
otra vez sin quedarme atado en superficialidades.
He aprendido a valorar el
aire fresco en la mañana. He mantenido vivo el sueño de subir una montaña, de
jugar en el río, de acariciar los bosques.
He aprendido a soñar con el
viento contra mi cara, con comidas en el parque, con encuentros que se deslizan
abriendo brecha en el muro de mi soledad.
He aprendido a decir te
quiero sin que suene a falso. A echar de menos a los que no veo a no ser en una
pantalla. He aprendido a obedecer normas que se me imponen coartando mi
libertad sagrada. Esas normas que restringen mis pasos que pensaba tan libres.
He aprendido a acariciar al
que sufre, a cuidar al débil, a pensar en el vulnerable. Al mismo tiempo he
tocado mi vulnerabilidad, mi torpeza, mis límites, no soy perfecto. Y sé que no
tengo el control sobre mi vida.
He visto que hay un Dios
dentro de mi alma que me dice que me quiere con locura y que no me va a dejar. Va a venir a salvarme en esos momentos en los
que pienso que todo está perdido.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Zenit