Homilía en el Domingo de Ramos
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Domingo de Ramos 2020 © Vatican Media |
A las 11 de la
mañana, el Papa Francisco preside el Altar de la Cátedra en la Basílica de San
Pedro, la solemne celebración litúrgica del Domingo de Ramos y de La pasión del
Señor.
Hoy se celebra
la XXXV Jornada Mundial de la Juventud, este año a nivel diocesano, con el
tema: “¡Joven, te digo, levántate!” (cf. Lc 7:14).
Publicamos a continuación la homilía que el Papa Francisco pronunció
después de la proclamación de La pasión del Señor según Mateo:
Homilía del
Papa
Jesús «se
despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,7).
Con estas palabras del apóstol Pablo, dejémonos introducir en los días santos,
donde la Palabra de Dios, como un estribillo, nos muestra a Jesús como siervo:
el siervo que lava los pies a los discípulos el Jueves santo; el siervo que
sufre y que triunfa el Viernes santo (cf. Is 52,13); y mañana,
Isaías profetiza sobre Él: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo» (Is 42,1).
Dios nos salvó sirviéndonos. Normalmente pensamos que somos nosotros
los que servimos a Dios. No, es Él quien nos sirvió gratuitamente, porque nos
amó primero. Es difícil amar sin ser amados, y es aún más difícil servir si no
dejamos que Dios nos sirva.
Pero, ¿cómo nos
sirvió el Señor? Dando su vida por nosotros. Él nos ama, puesto que pagó por
nosotros un gran precio. Santa Ángela de Foligno aseguró haber escuchado de
Jesús estas palabras: «No te he amado en broma». Su amor lo llevó a
sacrificarse por nosotros, a cargar sobre sí todo nuestro mal. Esto nos deja
con la boca abierta: Dios nos salvó dejando que nuestro mal se ensañase con Él.
Sin defenderse, sólo con la humildad, la paciencia y la obediencia del siervo,
simplemente con la fuerza del amor. Y el Padre sostuvo el
servicio de Jesús, no destruyó el mal que se abatía sobre Él, sino que lo
sostuvo en su sufrimiento, para que sólo el bien venciera nuestro mal, para que
fuese superado completamente por el amor. Hasta el final.
El Señor nos
sirvió hasta el punto de experimentar las situaciones más dolorosas de quien
ama: la traición y el abandono.
La traición. Jesús sufrió la traición del discípulo que lo vendió y del discípulo que
lo negó. Fue traicionado por la gente que lo aclamaba y que después gritó: «Sea
crucificado» (Mt 27,22). Fue traicionado por la institución
religiosa que lo condenó injustamente y por la institución política que se lavó
las manos. Pensemos en las traiciones pequeñas o grandes que hemos sufrido en
la vida. Es terrible cuando se descubre que la confianza depositada ha sido
defraudada. Nace tal desilusión en lo profundo del corazón que parece que la
vida ya no tuviera sentido. Esto sucede porque nacimos para amar y ser amados,
y lo más doloroso es la traición de quién nos prometió ser fiel y estar a
nuestro lado. No podemos ni siquiera imaginar cuán doloroso haya sido para
Dios, que es amor.
Examinémonos
interiormente. Si somos sinceros con nosotros mismos, nos daremos cuenta de
nuestra infidelidad. Cuánta falsedad, hipocresía y doblez. Cuántas buenas
intenciones traicionadas. Cuántas promesas no mantenidas. Cuántos propósitos
desvanecidos. El Señor conoce nuestro corazón mejor que nosotros mismos, sabe
que somos muy débiles e inconstantes, que caemos muchas veces, que nos cuesta
levantarnos de nuevo y que nos resulta muy difícil curar ciertas heridas. ¿Y
qué hizo para venir a nuestro encuentro, para servirnos? Lo que había dicho por
medio del profeta: «Curaré su deslealtad, los amaré generosamente» (Os 14,5).
Nos curó cargando sobre sí nuestra infidelidad, borrando nuestra traición. Para
que nosotros, en vez de desanimarnos por el miedo al fracaso, seamos capaces de
levantar la mirada hacia el Crucificado, recibir su abrazo y decir: “Mira, mi
infidelidad está ahí, Tú la cargaste, Jesús. Me abres tus brazos, me sirves con
tu amor, continúas sosteniéndome… Por eso, ¡sigo adelante!”.
El abandono. En el Evangelio de hoy, Jesús en la cruz dice una frase, sólo una: «Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es una
frase dura. Jesús sufrió el abandono de los suyos, que habían huido. Pero le
quedaba el Padre. Ahora, en el abismo de la soledad, por primera vez lo llama
con el nombre genérico de “Dios”. Y le grita «con voz potente» el “¿por qué?”
más lacerante: “¿Por qué, también Tú, me has abandonado?”. En realidad, son las
palabras de un salmo (cf. 22,2) que nos dicen que Jesús llevó a la oración
incluso la desolación extrema, pero el hecho es que en verdad la experimentó.
Comprobó el abandono más grande, que los Evangelios testimonian recogiendo sus
palabras originales: Elí, Elí, lemá sabaqtaní.
¿Y todo esto
para qué? Una vez más por nosotros, para servirnos. Para que cuando
nos sintamos entre la espada y la pared, cuando nos encontremos en un callejón
sin salida, sin luz y sin escapatoria, cuando parezca que ni siquiera Dios
responde, recordemos que no estamos solos.
Jesús
experimentó el abandono total, la situación más ajena a Él, para ser solidario
con nosotros en todo. Lo hizo por mí, por ti, para decirte: “No temas, no estás
solo. Experimenté toda tu desolación para estar siempre a tu lado”. He aquí
hasta dónde Jesús fue capaz de servirnos: descendiendo hasta el abismo de
nuestros sufrimientos más atroces, hasta la traición y el abandono. Hoy, en el
drama de la pandemia, ante tantas certezas que se desmoronan, frente a tantas
expectativas traicionadas, con el sentimiento de abandono que nos oprime el
corazón, Jesús nos dice a cada uno: “Ánimo, abre el corazón a mi amor. Sentirás
el consuelo de Dios, que te sostiene”.
Queridos
hermanos y hermanas: ¿Qué podemos hacer ante Dios que nos sirvió hasta
experimentar la traición y el abandono? Podemos no traicionar aquello para lo
que hemos sido creados, no abandonar lo que de verdad importa. Estamos en el
mundo para amarlo a Él y a los demás. El resto pasa, el amor permanece. El
drama que estamos atravesando nos obliga a tomar en serio lo que cuenta, a no
perdernos en cosas insignificantes, a redescubrir que la vida no sirve,
si no se sirve. Porque la vida se mide desde el amor. De este modo, en
casa, en estos días santos pongámonos ante el Crucificado, que es la medida del
amor que Dios nos tiene. Y, ante Dios que nos sirve hasta dar la vida, pidamos
la gracia de vivir para servir. Procuremos contactar al que sufre,
al que está solo y necesitado. No pensemos tanto en lo que nos falta, sino en
el bien que podemos hacer.
Mirad a mi
Siervo, a quien sostengo. El Padre, que sostuvo a Jesús en
la Pasión, también a nosotros nos anima en el servicio. Es cierto que puede
costarnos amar, rezar, perdonar, cuidar a los demás, tanto en la familia como
en la sociedad; puede parecer un vía crucis. Pero el camino del
servicio es el que triunfa, el que nos salvó y nos salva la vida. Quisiera
decirlo de modo particular a los jóvenes, en esta Jornada que desde hace 35
años está dedicada a ellos. Queridos amigos: Mirad a los verdaderos héroes que
salen a la luz en estos días. No son los que tienen fama, dinero y éxito, sino
son los que se dan a sí mismos para servir a los demás. Sentíos llamados a jugaros
la vida. No tengáis miedo de gastarla por Dios y por los demás: ¡La ganaréis!
Porque la vida es un don que se recibe entregándose. Y porque la alegría más
grande es decir, sin condiciones, sí al amor. Como lo hizo Jesús por nosotros.
© Librería
Editorial Vaticana
Fuente:
Zenit