El
quinto artículo del "Diario de la crisis" del Padre Federico
Lombardi: para Jesús no hay muertos olvidados, en ningún lugar de la tierra o
de la historia, ni en ningún rincón afectado por la pandemia
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Fase 2 de la pandemia en Italia: permitido realizar funerales pero sólo con un máximo
de quince familiares (ANSA)
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Una
de las mayores intuiciones espirituales de San Juan Pablo II fue la de
exhortarnos a reavivar y conservar la memoria de los mártires del siglo XX, uno
de los más violentos de la historia. Y ciertamente, al recordar ante Dios a los
numerosos testigos de la fe, fuimos llevados a recordar con ellos a las
innumerables víctimas, y más ampliamente aún a las mujeres y los hombres de
toda raza, tiempo y condición que perdieron sus vidas en circunstancias
dramáticas, en tierra y en mar, en la guerra y en la paz, lejos de cualquier
consuelo humano, víctimas de violencias sin sentido o de catástrofes
incontenibles, o en el abandono y en la soledad.
Un
inmenso grito de dolor parece elevarse en el silencio del polvo de cada rincón
de la tierra para quien tenga oídos para escucharlo, acordándose de millones y
miles de millones de personas olvidadas. El grito de las criaturas que se
sienten caer en un abismo de vacío y olvido. Por ellos y con ellos también
nosotros queremos elevar un grito de petición de misericordia.
Las
imágenes de las filas de ataúdes alineados en las iglesias de Lombardía, las de
la gran fosa común cerca de Nueva York, el pensamiento de tantas personas,
especialmente de las personas ancianas que han muerto en condiciones de
aislamiento y soledad en el curso de los últimos meses nos han conmovido
profundamente. No sólo por el legítimo dolor de los parientes que no pudieron
vivir el desapego de sus seres queridos con consuelos humanos y cristianos,
sino más aún por los mismos difuntos, por los que murieron y mueren en la
soledad.
Todo
esto nos ha hecho comprender, una vez, cuán preciosos son la cercanía y el
afecto sincero en el tiempo de la fragilidad, de la vejez y de la enfermedad.
Pero también nos ha hecho reflexionar acerca de que, probablemente, cada
muerte, incluida la nuestra, siempre lleva dentro de sí una dimensión de
soledad. Porque al final, cada consuelo y cercanía de los demás se vuelve
impotente y ya nadie es capaz de escapar del pasaje final.
¿Cómo
podemos prepararnos para un momento semejante, que es común a todos, que para
las víctimas del coronavirus se ha anticipado, pero que sin embargo estaba ante
ellas como lo está ante nosotros? ¿Cómo escapar de la angustia de precipitar en
la nada?
Hace
unos días tuvimos la gracia de revivir la muerte de Jesús. Cada día la
revivimos uniéndonos, sacramental o espiritualmente, con Jesús en comunión.
Pero el Viernes y el Sábado santos traen consigo una gracia especial. La muerte
de Jesús es una muy verdadera y muy cruel, que lleva sobre sí mismo toda la
experiencia del abandono de los hombres y también de un misterioso abandono por
parte de Dios, como dice el versículo del Salmo que Jesús exclama en la cruz.
Una muerte tan verdadera a la que sigue el hecho de ser un cadáver en un
sepulcro en el día Sábado.
En
el Credo afirmamos: "... fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a
los infiernos...". El descenso de Jesús a los infiernos dice que Él se
vuele cercano y hermano de todos los que descendieron al abismo de la muerte.
No se olvida de ninguno. Para Jesús no hay muertos olvidados, en ningún lugar
de la tierra y de la historia, en ningún rincón afectado por la pandemia. Jesús
murió verdaderamente como ellos y con ellos.
Después
de la muerte de Jesús, su descenso a los infiernos y su resurrección, la muerte
ya no es la misma que antes. "¿Dónde está tu victoria oh muerte?",
exclama San Pablo. La muerte ahora puede ser vivida con Jesús, que revela un
amor de Dios más fuerte que la muerte. Y esto va más allá de toda soledad
humana. La muerte, incluso la más desconocida y olvidada, puede convertirse así
confiar su propio espíritu en las manos de un Padre.
Hace
unos días el Papa Francisco en Santa Marta, comentando las palabras de Jesús a
Nicodemo, invitó a todos a mirar al Crucificado. Es el punto central de la fe y
de la vida cristiana. Quien las hayan visto, jamás podrá olvidar las imágenes
de San Juan Pablo II abrazado a la cruz en su capilla unos días antes de su
muerte, mientras en el Coliseo la gente estaba unida a él en oración en el Vía
Crucis del Viernes Santo.
No
hay otro modo de prepararnos para vivir la muerte que mirar con toda nuestra
alma al Crucificado que muere con nosotros y por nosotros, y permanecer
abrazados a él con todo nuestro corazón. Entonces la muerte vivida con Jesús
podrá perder su rostro espantoso y dejar intuir un misterio de amor y de
misericordia. Entonces quizás ya no sentiremos el impulso de rechazar el pensamiento
y borrarlo de nuestra vida cotidiana; al contrario, con la fe y con el paso del
tiempo podrá sernos familiar hasta convertirse en "hermana", como
dice San Francisco.
También
en el mundo secularizado llega la muerte, con el coronavirus o de otra manera.
Pero no olvidemos que, gracias a Jesús, la muerte ya no tiene la última
palabra, sino que toda muerte, incluso la más olvidada y solitaria, no es caer
en la nada, sino en las manos del Padre.
Federico
Lombardi
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