La depresión puede resultar un verdadero sufrimiento espiritual para el
enfermo. Aquí tenéis algunos consejos para superarla sin perder la fe
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La depresión es
una enfermedad y el cristiano no está exento de caer enfermo. La fe salva, pero
no cura; no siempre, en cualquier caso. La fe no es un medicamento, mucho menos
una panacea o un antídoto mágico.
En cambio,
ofrece un camino de esperanza a quien acepta abrirse a
ella al tener la posibilidad de vivir de otra forma este sufrimiento. Y la
esperanza es importantísima porque justamente es combatida por la
depresión.
En Aleteia
hemos entrevistado al padre Jean-François Catalan, psicólogo y jesuita, cuyos
consejos pueden ayudarnos ante una situación tan difícil como la
depresión.
¿Es normal
dudar de la fe e incluso abandonarla cuando se sufre depresión?
Muchos grandes
santos pasaron por espesas tinieblas, esas “noches oscuras”, como
las llamaba san Juan de la Cruz. Sufrieron desesperanza, desánimo,
tristeza, angustia, hastío de vivir…
San Alfonso de
Ligorio pasó la vida en la oscuridad mientras reconfortaba a las almas (“Sufro
un infierno”, decía a veces), como el cura de Ars. Para santa Teresa
del Niño Jesús, al final de su vida, “un muro la separaba del Cielo”. Ya
no sabía si Dios y el Cielo existían. Sin embargo, vivió ese trance en el amor.
Esta
“depresión” no impidió a los santos sostenerse en la noche gracias a un acto de
fe. Y fueron santificados por esa misma fe, en la noche.
Se puede vivir
la depresión en una actitud de abandono a Dios. En ese
momento, el sentido de la enfermedad cambia, se abre una brecha en el muro,
aunque el sufrimiento y la soledad no se supriman. Es el fruto de un combate
constante. Es también una gracia recibida.
Hay dos
movimientos. Por un lado, se hace lo que se puede, aunque sea
mínimo y parezca ineficaz, pero se hace, aceptando tomar medicamentos,
seguir una psicoterapia si hace falta, intentando renovar las amistades –que
a veces puede ser muy difícil, porque los amigos se han marchado y/o los
allegados a menudo están descorazonados…–.
Por otro lado,
contamos con esta gracia de Dios que ayuda a no desesperar.
Evocas a los
santos, pero ¿para las personas ordinarias?
Es cierto que
el ejemplo de los santos nos puede parecer lejano. A menudo vivimos más en la
oscuridad que en la noche… Pero nosotros experimentamos, como los santos, que toda
vida cristiana es, de una manera u otra, un combate. Un combate contra el
desánimo, contra las formas de replegarse sobre uno mismo, contra el egoísmo,
contra la desesperanza… Esta lucha es de todos los días y afecta a todo el
mundo.
Cada uno lucha
contra fuerzas de destrucción que se oponen a una verdadera vida, ya sean de naturaleza física (enfermedades, infecciones, virus, cáncer…),
psíquica (todas las formas de procesos psicológicos, conflictos personales,
frustraciones diversas…) o espiritual.
Hay que
recordar que aunque los estados depresivos puedan tener causas físicas o
psicológicas, pueden tener también causas espirituales.
En el alma
humana hay tentación, hay resistencia, hay pecado. No podemos callar ante la
acción del Adversario, Satán, que intenta “ponernos piedras en el camino” para
impedirnos progresar hacia Dios. Puede jugar y aprovecharse del estado de
desamparo, desolación y depresión. Su objetivo es desalentar y desesperar.
¿La depresión
puede ser un pecado?
De ninguna
manera. ¡Es una enfermedad! Pero hay cierta forma de
complacencia en la depresión puede estar relacionada con la resignación, la
falta de fe, la desesperación, que puede ser del orden del pecado.
Los padres del
desierto denominaban a esta renuncia como “acedía”. Ese debilitamiento
espiritual del que se es cómplice, esa tibieza consentida, conducen a una
tristeza profunda que puede provocar un estado depresivo.
Sin embargo,
con la debida proporcionalidad, el que padece depresión puede vivir su
enfermedad como un camino de humildad. Está en el fondo del abismo, ha perdido
sus referencias, experimenta dolorosamente su pobreza fundamental, sabe que no
es todopoderoso y que no puede salvarse a sí mismo…
No obstante,
incluso desde lo hondo de la aflicción, sigue siendo libre. Libre de vivir su
depresión desde la humildad… ¡o desde la indignación!
Toda vida
espiritual supone una conversión, pero esta conversión, al menos al principio,
no es más que una conversión de perspectiva, ese movimiento por el cual miramos
hacia Dios, nos volvemos hacia Él. Este giro es el fruto de una elección y de
un combate. El deprimido no está exento de ello.
¿Esta
enfermedad puede ser un camino de santidad?
Ciertamente. Ya
hemos mencionado algunos ejemplos de santos. También están todos esos enfermos,
ocultos, que jamás serán canonizados pero que han vivido su enfermedad en la
santidad.
Encuentro muy
apropiadas la reflexión del padre Louis Beirnaert, un religioso psicoanalista
que decía que “Una vida maltratada respira en secreto las virtudes
teologales: la fe, la esperanza, la caridad”. Conocemos algunos ejemplos, como
el de San Vicente de Paúl, cuya santidad resplandecía por su simple fidelidad
en la noche en la que no sentía a Dios.
¿Es esto lo que
vivió Cristo en Getsemaní?
Sí, en cierta
manera. Jesús vivió intensamente el desánimo, la angustia, el abandono, la
tristeza de todo su ser: “Mi alma siente una tristeza de muerte” (Mt 26,38).
Son estados que conoce la persona deprimida. Incluso suplicó a su Padre que
alejara de Él “este cáliz” (Mt 26,39). ¡Qué combate! ¡Qué agonía!
Pero también
mostró su “conversión” basada en la aceptación: “Pero no se haga mi voluntad,
sino la tuya” (Mt 26,39).
El desamparo
absoluto culmina en su “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Pero el Hijo
dice, no obstante, “Dios mío…”. Es la última paradoja de la Pasión: Jesús tiene
fe en su Padre en el momento mismo en que su Padre parece abandonarlo. ¡El acto
de fe pura, lanzado en la noche!
A veces es así
cómo debemos vivir. Con su gracia. Suplicando: “¡Señor, ven en nuestra ayuda!”.
Entrevista
realizada por Luc Adrian
Fuente: Aleteia