No
puedes detener la enfermedad ni calmar los sentimientos de otros corazones, ni
cuidar a todos, ni cambiarlo todo… pero hay algo que puedes hacer
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Irina Kozorog | Shutterstock |
En
medio de tormentas y cambios el corazón tiembla. ¿Tengo que seguir como hasta
ahora o es necesario que haga algún cambio? Me gusta conservar lo que he
vivido, lo que hago, lo que sueño.
Y
escucho una pregunta que me invita a ponerme en camino: ¿Qué tengo que hacer para vivir una vida
más plena, más libre, más llena de Dios?
Y
escucho en labios de Pedro: “Convertíos”.
Siempre
me ha quedado grande esta palabra. Es como una montaña que se eleva en el
cielo. Y yo la miro desde mis pies pobres, insignificantes. Me siento como
santa Teresita del Niño Jesús:
“Jesús, Jesús, si el deseo
de amarte es tan delicioso, ¿qué será poseer el amor, gozar del Amor? ¿Cómo un
alma tan imperfecta como la mía puede aspirar a poseer la plenitud del amor?
¡Oh, Jesús, mi primero, mi único Amigo! Tú, a quien únicamente amo, dime, ¿qué
misterio es este? ¿Por qué no reservas esas inmensas aspiraciones para las
almas grandes, para las águilas que planean en las alturas? Yo me considero
como un débil pajarito cubierto de suave plumón”.
Me
siento como esa alma pequeña que quiere más y no puede. Que sueña más y no lo alcanza. Ni en mis
mejores sueños me veo tan elevado, tan alto.
Cambiar parece imposible.
Salvo que me quiten el escenario y me cambien mi contexto y me priven de mis
seguridades.
Tal vez sólo entonces, en
medio del naufragio, sea posible el cambio y un nuevo comienzo. Un renacer desde las
propias cenizas.
Despojado de lo accesorio
en mi vida queda lo fundamental. Enfrentado con la pobreza de mis pasos sólo
queda mi voz alzándose por encima del mundo.
Es
como un leve susurro, no una voz poderosa. Y entonces ese imperativo puede
tener algún eco en mí.
Cuando
me siento capaz y fuerte, no necesito el cambio, ni la conversión. Pero en medio de mi impotencia, en medio del
naufragio, sólo me queda alzar la mirada al cielo y suplicar clemencia.
Buscando algo de paz, un rastro que poder seguir en medio de las tinieblas.
Escribe
Peter Van Bremer S.J.: “La
oscuridad es la sombra de Dios”. Su sombra alargada cubre mi cuerpo,
mi alma herida, mis pasos temblorosos.
De
repente escucho en mi interior lo que Dios me pide. Como el tañido de una
campana. Quiere que confíe. Es
lo primero que me pide, que no tema, que no viva paralizado en mis miedos. Que
deje de lado mis impotencias y me abandone.
Pero
eso es lo que más me cuesta. No puedo solucionar todos los frentes
abiertos. No puedo detener la
enfermedad, ni calmar los sentimientos de otros corazones.
No
puedo apaciguar la ira, ni doblegar la amargura. No puedo provocar el perdón en
nadie. Ni despertar el deseo de un abrazo.
No
puedo cambiar la mirada de los demás, sólo sobre la mía tengo algún poder. No
puedo decidir lo que ahora me conviene, porque a lo mejor no es lo que
necesito.
No
puedo inventarme días sin tormentas, porque quizás esa lluvia en forma de
tornado es lo que va a ayudarme a dar algunos pasos.
No
puedo soplar sobre mis velas para que mi barquita navegue por los mares, segura
de llegar a la costa. A lo mejor ir a la deriva en medio de aguas turbulentas,
sin control, es la mejor forma de educar mi alma.
No puedo cuidar a todos,
ni salvar a todos, ni cambiarlo todo. No puedo. Entonces mi santidad no estriba en lograr que se
cumplan siempre los deseos de Dios.
Mis
límites me han hecho llorar ya muchas veces. Sólo puedo elegir lo que vivo. Y amar lo que elijo. Sostener entre
mis dedos los flecos de decisiones pasadas. Aceptar que los caminos no son
todos llanos y floridos.
Respetar los silencios de
un Dios que camina a mi paso, aunque no lo vea. Y comprender que mi amor crecerá y madurará a fuerza de
luchas. Conmigo mismo, con la vida. Porque sé que puedo cambiar:
“Nunca es tarde para
empezar de nuevo. Lo que más me preocupa es borrar mi pasado y volver a
empezar”.
Es
posible recomponer el puzle de mi vida rota. En el viacrucis del Papa Francisco
en Roma un preso comenta en una de las estaciones:
“Es verdad que me rompí en
mil pedazos. Pero lo más hermoso es saber que esos pedazos se pueden
recomponer. Es difícil”.
Pero
es posible. Dios puede ayudarme a
colocar de nuevo las piezas. Mirando esa imagen grabada en su corazón de Padre. Esa
imagen mía bella, preciosa, pura. Esa imagen llena de luz y esperanza.
Se
alegra mi alma. Tengo la paz de los niños que confían en una mano amiga que
guía sus pasos. Que creen en un amor más hondo que los sostiene. Comenta san
Ambrosio:
“Nada es tan útil como ser
amado, y nada tan inútil como querer renunciar al amor”.
Sin
amor no soy nada. Sin el amor que recibo de Dios, de los hombres. Sin el amor
inmaduro, sin el maduro. Sin saberme amado de forma incondicional, aunque
cueste creerlo.
Quiero
recomponer mi vida cuando la vea rota ante mis ojos. Dios lo hace conmigo. Puede
hacer algo por mí. Tengo fe en sus
palabras y en sus manos que modelan mi barro.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia