Una
Iglesia humilde para una humanidad golpeada
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Una Iglesia humilde para una humanidad probada (©paul - stock.adobe.com) |
Publicamos
la última reflexión de la serie dedicada por el Padre Lombardi al futuro que
nos espera después de la pandemia: ¿seremos una comunidad capaz de acompañar
fraternalmente con la caridad y la bondad?
Al
final del Gran Jubileo del año 2000, que él había vivido y nos invitaba a vivir
como un gran encuentro entre la gracia de Cristo y la historia de la humanidad,
Juan Pablo II escribió a la Iglesia una hermosa Carta titulada: "Al
comienzo del tercer milenio", en la que resonaban las palabras de Jesús a
Pedro: «Duc in altum...Navega mar adentro, y echen las redes» (Lc 5,4). El Papa
invitaba a "a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el
presente y a abrirnos con confianza al futuro", porque "Jesucristo es
el mismo, ayer, hoy y siempre ". Como sabemos, el Papa Francisco retomó y
relanzó el tema hablando desde el inicio de su pontificado sobre la
"Iglesia en salida", una Iglesia evangelizadora animada por el
Espíritu que le fue donado por Cristo Resucitado.
En
la tarde del 12 de octubre de 2012, Benedicto XVI pronunció un breve discurso
desde la misma ventana desde la que 50 años antes Juan XXIII había saludado,
bajo la mirada benévola de la Luna, a la multitud que se había congregado en la
Plaza de San Pedro al término de la jornada de apertura del Concilio.
Benedicto,
con la mirada dirigida a lo alto, hizo una reflexión que impactó mucho, porque
no suscitaba el deseado fácil entusiasmo, sino que -incluso en confianza-
inspiraba una gran humildad, característica del final de su pontificado.
Recordó cómo en los 50 años anteriores la Iglesia había experimentado el
pecado, la cizaña mezclada con el trigo en el campo, la tempestad y el viento
contrario. Pero también el fuego del Espíritu, el fuego de Cristo. Pero como un
fuego no devorador sino humilde y silencioso, una pequeña llama que suscita
carismas de bondad y caridad que iluminan el mundo y dan testimonio de su
presencia entre nosotros.
Al
acercarse Pentecostés, pienso en las palabras de nuestros tres papas del Tercer
Milenio. En realidad, este nuevo Milenio, en el que ya llevamos entrando veinte
años, no ha se ha manifestado, en su conjunto, como una época de progresos
luminosos para la humanidad. Se abrió con el 11 de septiembre de 2001 y la
Guerra del Golfo, luego tuvimos la gran crisis económica y la guerra mundial
"por partes", la destrucción de Siria y Libia, el agravamiento de la
crisis ambiental, muchos otros problemas, y ahora una pandemia mundial con sus
consecuencias, una experiencia inédita que marca a este papado.
Ciertamente
no faltan nuevos éxitos y progresos científicos en la salud, la educación, las
comunicaciones, por lo que no sería correcto precipitarse en balances
negativos. Pero ciertamente no podemos hablar de un camino lineal y seguro para
la humanidad hacia lo mejor. La experiencia de la pandemia, aunque se supere,
es ciertamente una experiencia común de incertidumbre, de inseguridad, de
dificultades para gobernar el camino cada vez más complejo de la sociedad
contemporánea. No sabemos si en el futuro lo leeremos como una oportunidad para
el crecimiento de la solidaridad o de nuevas tensiones internacionales e
internas y desequilibrios sociales. Probablemente ambas dimensiones se
mezclarán: el trigo y la cizaña.
La
Iglesia de este primer milenio desde el punto de vista humano no es fuerte. Su
fe es puesta a prueba por las deserciones espirituales de nuestros tiempos. Su
credibilidad es puesta a prueba por la humillación y la sombra de los
escándalos.
La
historia continúa y la Iglesia sigue aprendiendo que su única fuerza verdadera
es la fe en Cristo Jesús resucitado y el don de su Espíritu. Un frágil vaso de
tierra en el que está contenido el tesoro de un poder de vida que va más allá
de la muerte. ¿Seremos una Iglesia humilde capaz de acompañar fraternalmente a
una humanidad herida, con caridad y bondad? ¿Con una caridad tan penetrante que
anime incluso a las inteligencias y fuerzas sociales a buscar y encontrar los
caminos del bien común y de la vida mejor? ¿Una Iglesia del lavatorio de pies
en nuestro tiempo, como dice el Papa Francisco? En alta mar, en un mar todavía
y siempre desconocido para todos nosotros, pero nunca extraño para el amor de
Dios...
En
la maravillosa secuencia de Pentecostés invocamos el don del Espíritu como
padre de los pobres y luz de los corazones, como consuelo y aliento, como
fuerza que cura las faltas, las arideces, las heridas, que calienta lo que está
helado, que endereza lo que está desviado.
Ofrecer
al Espíritu del Señor un espacio abierto de espera y deseo, un espacio concreto
de mentes y corazones, de almas y carne humana, para que pueda obrar y
manifestarse en el tejido profundo de nuestra humanidad -el de las guerras y
las pandemias- como una potencia de salvación de la fragilidad y la soledad, de
la aridez, de la confusión, de los engaños de las ilusiones y de la
desesperación, como una potencia de esperanza de vida eterna. Esto bien puede
hacer una Iglesia humilde, hermana, compañera y servidora de una humanidad
golpeada. Y es la cosa más importante.
Vatican News