Entender
que “Dios es don”
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El Papa celebra la misa en Pentecostés, 31 mayo 2020 (C) Vatican Media |
Este
año, la celebración de la Misa en Pentecostés
cobra una cariz especial: Sumidos en una pandemia mundial desde marzo, el Papa
Francisco invita a pedir al Espíritu Santo que “reavive en nosotros el recuerdo
del don recibido”, nos libre “de la parálisis del egoísmo” y “encienda en
nosotros el deseo de servir, de hacer el bien”.
“Ven,
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego
de tu amor”. A las 10 horas ha iniciado la Santa Misa en la Capilla del
Santísimo Sacramento, este domingo, 31 de mayo de 2020, en la basílica de San
Pedro, en la que han participado unos 50 fieles, separados convenientemente
según las medidas de seguridad para evitar el contagio del coronavirus y
protegidos con mascarillas y desinfectantes.
“Es
importante creer que Dios es don, que no actúa tomando, sino dando”, ha
recalcado Francisco, en conmemoración del don dado por Dios: El Espíritu Santo,
y ha recordado que fue este momento cuando los Apóstoles “comprendieron la
fuerza unificadora del Espíritu”.
Un Dios “que es don”
“Si
tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia”. Así, ha anunciado que
si comprendemos que “lo que somos es un don suyo, gratuito e inmerecido”,
entonces “también a nosotros nos gustaría hacer de nuestra vida un don”, y de
este modo, “amando humildemente, sirviendo gratuitamente y con alegría, daremos
al mundo la verdadera imagen de Dios”.
En
esta lógica, Francisco ha exhortado a “examinar nuestro corazón” y preguntarnos
“qué es lo que nos impide darnos”, y ha enumerado tres “enemigos del don”
contra los que debemos luchar: el narcisismo, el victimismo y el pesimismo.
Por
ello, ha advertido que “en el gran esfuerzo que supone comenzar de nuevo, qué
dañino es el pesimismo, ver todo negro y repetir que nada volverá a ser como
antes”, y ante la carestía de esperanza, ha reivindicado la necesidad
de “valorar el don de la vida, el don que es cada uno de nosotros”.
Sigue la homilía completa
del Papa Francisco, difundida por la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
Homilía del Papa Francisco
“Hay
diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu” (1 Co 12,4), escribe el
apóstol Pablo a los corintios; y continúa diciendo: “Hay diversidad de
ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un
mismo Dios” (vv. 5-6). Diversidad-unidad: San Pablo insiste en juntar dos
palabras que parecen contraponerse. Quiere indicarnos que el Espíritu Santo es
la unidad que reúne a la diversidad; y que la Iglesia nació así:
nosotros, diversos, unidos por el Espíritu Santo.
“Vayamos,
pues, al comienzo de la Iglesia, al día de Pentecostés. Y fijémonos en los
Apóstoles: muchos de ellos eran gente sencilla, pescadores, acostumbrados a
vivir del trabajo de sus propias manos, pero estaba también Mateo, un instruido
recaudador de impuestos. Había orígenes y contextos sociales diferentes,
nombres hebreos y nombres griegos, caracteres mansos y otros impetuosos, así
como puntos de vista y sensibilidades distintas. Todos eran diferentes, Jesús
no los había cambiado, no los había uniformado y convertido en ejemplares
producidos en serie. Habían dejado sus diferencias y, ahora, ungiéndolos con el
Espíritu Santo, los une. La unión de ellos, que son diferentes, llega
con la unción. En Pentecostés los Apóstoles comprendieron la fuerza
unificadora del Espíritu. La vieron con sus propios ojos cuando todos, aun
hablando lenguas diferentes, formaron un solo pueblo: el pueblo de Dios,
plasmado por el Espíritu, que entreteje la unidad con nuestra diversidad, y da
armonía porque es armonía”.
Pero
volviendo a nosotros, la Iglesia de hoy, podemos preguntarnos: “¿Qué es lo que
nos une, en qué se fundamenta nuestra unidad?”. También entre nosotros existen
diferencias, por ejemplo, de opinión, de elección, de sensibilidad. La
tentación está siempre en querer defender a capa y espada las propias ideas, considerándolas
válidas para todos, y en llevarse bien sólo con aquellos que piensan igual que
nosotros. Pero esta es una fe construida a nuestra imagen y no es lo que el
Espíritu quiere.
En
consecuencia, podríamos pensar que lo que nos une es lo mismo que creemos y la
misma forma de comportarnos. Sin embargo, hay mucho más que eso: nuestro
principio de unidad es el Espíritu Santo. Él nos recuerda que, ante todo,
somos hijos amados de Dios. El Espíritu desciende sobre nosotros, a pesar
de todas nuestras diferencias y miserias, para manifestarnos que tenemos un
solo Señor, Jesús, y un solo Padre, y que por esta razón somos hermanos y
hermanas. Empecemos de nuevo desde aquí, miremos a la Iglesia como la mira el
Espíritu, no como la mira el mundo. El mundo nos ve de derechas y de
izquierdas, con estas ideologías o con otras; el Espíritu nos ve del Padre y de
Jesús. El mundo ve conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios.
La mirada mundana ve estructuras que hay que hacer más eficientes; la mirada
espiritual ve hermanos y hermanas mendigos de misericordia. El Espíritu nos ama
y conoce el lugar que cada uno tiene en el conjunto: para Él no somos confeti llevado
por el viento, sino teselas irremplazables de su mosaico.
Regresemos
al día de Pentecostés y descubramos la primera obra de la Iglesia: el
anuncio. Y, aun así, notamos que los Apóstoles no preparan ninguna estrategia
ni tienen un plan pastoral. Podrían haber repartido a las personas en grupos,
según sus distintos pueblos de origen, o dirigirse primero a los más cercanos
y, luego, a los lejanos; también hubieran podido esperar un poco antes de
comenzar el anuncio y, mientras tanto, profundizar en las enseñanzas de Jesús,
para evitar riesgos, pero no. El Espíritu no quería que la memoria del
Maestro se cultivara en grupos cerrados, en cenáculos donde se toma gusto a
“hacer el nido”. El Espíritu abre, reaviva, impulsa más allá de lo que ya fue
dicho y fue hecho, más allá de los ámbitos de una fe tímida y desconfiada. En
el mundo, todo se viene abajo sin una planificación sólida y una estrategia
calculada. En la Iglesia, por el contrario, es el Espíritu quien garantiza la
unidad a los que anuncian. Por eso, los apóstoles se lanzan, poco preparados,
corriendo riesgos; pero salen. Un solo deseo los anima: dar lo que han
recibido.
Finalmente
llegamos a entender cuál es el secreto de la unidad, el secreto del Espíritu.
Es el don. Porque Él es don, vive donándose a sí mismo y de
esta manera nos mantiene unidos, haciéndonos partícipes del mismo don. Es
importante creer que Dios es don, que no actúa tomando, sino dando. ¿Por qué es
importante? Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo entendemos a
Dios. Si tenemos en mente a un Dios que arrebata y se impone, también nosotros
quisiéramos arrebatar e imponernos: ocupando espacios, reclamando relevancia,
buscando poder. Pero si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo
cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e
inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de nuestra vida un
don. Y así, amando humildemente, sirviendo gratuitamente y con alegría, daremos
al mundo la verdadera imagen de Dios. El Espíritu, memoria viviente de la
Iglesia, nos recuerda que nacimos de un don y que crecemos dándonos; no
preservándonos, sino entregándonos sin reservas.
Queridos
hermanos y hermanas: Examinemos nuestro corazón y preguntémonos qué es lo que
nos impide darnos. Tres son los enemigos del don, siempre agazapados en la
puerta del corazón: el narcisismo, el victimismo y el pesimismo. El
narcisismo, que lleva a la idolatría de sí mismo y a buscar sólo el propio
beneficio. El narcisista piensa: “La vida es buena si obtengo ventajas”. Y así
llega a decirse: “¿Por qué tendría que darme a los demás?”. En esta pandemia,
cuánto duele el narcisismo, el preocuparse de las propias necesidades,
indiferente a las de los demás, el no admitir las propias fragilidades y
errores. Pero también el segundo enemigo, el victimismo, es peligroso.
El
victimista está siempre quejándose de los demás: “Nadie me entiende, nadie me
ayuda, nadie me ama, ¡están todos contra mí!”. Y su corazón se cierra, mientras
se pregunta: “¿Por qué los demás no se donan a mí?”. En el drama que
vivimos, ¡qué grave es el victimismo! Pensar que no hay nadie que nos entienda
y sienta lo que vivimos. Por último, está el pesimismo. Aquí la letanía
diaria es: “Todo está mal, la sociedad, la política, la Iglesia…”. El pesimista
arremete contra el mundo entero, pero permanece apático y piensa: “Mientras
tanto, ¿de qué sirve darse? Es inútil”. Y así, en el gran esfuerzo que supone
comenzar de nuevo, qué dañino es el pesimismo, ver todo negro y repetir que
nada volverá a ser como antes. Cuando se piensa así, lo que seguramente no
regresa es la esperanza. Nos encontramos ante una carestía de esperanza y
necesitamos valorar el don de la vida, el don que es cada uno de nosotros. Por
esta razón, necesitamos el Espíritu Santo, don de Dios que nos cura del
narcisismo, del victimismo y del pesimismo.
Pidámoslo:
Espíritu Santo, memoria de Dios, reaviva en nosotros el recuerdo del don
recibido. Líbranos de la parálisis del egoísmo y enciende en nosotros el deseo
de servir, de hacer el bien. Porque peor que esta crisis, es solamente el drama
de desaprovecharla, encerrándonos en nosotros mismos. Ven, Espíritu Santo, Tú
que eres armonía, haznos constructores de unidad; Tú que siempre te das,
concédenos la valentía de salir de nosotros mismos, de amarnos y ayudarnos,
para llegar a ser una sola familia. Amén.
Rosa
Die Alcolea
©
Librería Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit