Es
posible expresar el cielo con palabras limitadas
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Me gusta jugar con las palabras. Como un niño
juega con las piezas de un castillo. Cada palabra tiene una apertura hacia lo
eterno.
Y en sus límites, sin saber bien cómo, se
contiene el infinito. Y deja escapar un aliento que todo lo sostiene. Mis
palabras son torpes embarcaciones que remontan el río que lleva al corazón de
Dios.
Pretenden sostener en su grupa todo el
cielo reunido en gotas de rocío. Y los vientos arcanos de la vida recogidos en
un suspiro.
Pretendo expresar el cielo con palabras limitadas,
contenidas, incluso reprimidas. No dicen más de lo que pueden. Y sueñan con
atravesar los mares infinitos superando el límite del papel, de los labios que
las pronuncian.
Quiero guardar en mi alma las palabras de
Dios. Las que me ha dicho a mí personalmente y también a través de aquellos que
me he encontrado en el camino.
He visto personas que llevaban guardadas en
su alma una carta de amor de Dios dirigida a mí. He leído sus palabras sagradas
en sus labios humanos. Y yo mismo he dicho esas palabras de Dios llevándolas en
mi pecho, para otros.
La palabra de Dios siembra vida y quema muy
dentro. Divide
el corazón para que sea capaz de optar por el bien, elegir lo más santo.
No quiero dejar de verter palabras sobre el
papel blanco. No quiero cansarme de decir lo que sueña mi alma. No quiero
callar y olvidar.
No quiero ocultar a Dios que se esconde
detrás de lo que digo, sueño, escribo, dibujo, canto. Ese mensaje escondido que
voy sacando como dice Jesús:
«Ya veis, un escriba que entiende del
reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo
nuevo y lo antiguo».
Quiero ir sacando de mi alma, del corazón
de Jesús, lo nuevo y lo antiguo. Quiero dejar que su palabra antigua y siempre
nueva despliegue en mi interior todo su poder y me dé vida.
No quiero hablar sólo palabrería. No quiero
perderme en un juego de palabras que no transmite nada importante.
Quiero saber callar y hablar a tiempo.
Guardar silencio para escuchar cuando no tenga nada que decir. Esperar a ver si
encuentro la palabra oportuna, el silencio santo.
Quizás necesito callar para entender qué
palabras son importantes. Leía el otro día:
«En
el desierto no es posible lo superfluo. En el silencio sólo se escuchan las
preguntas esenciales. En la soledad sólo sobrevive quien se alimenta de lo
interior»[2].
Decido alimentar mi mundo interior. Buscar
en mis recuerdos, en mi alma sagrada porque Dios la habita. Allí donde puedo
encontrar algunas respuestas y muchas preguntas. Allí donde el cielo viene a
habitar en mi pecho.
Escucho en silencio para saber qué hacer,
qué decir y qué callar. No temo el paso del tiempo. Lo cuento con paz, muy
despacio entre mis dedos y aguardo a que Dios se haga carne en mi vida. Esa presencia en mí todo lo transforma y
saca agua del desierto.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia