“Todo
cuanto hicisteis… a mí me lo hicisteis”
![]() |
Misa en el 7º Aniversario del viaje del Papa a Lampedusa (C) Vatican Media |
“Todo
cuanto hicisteis… a mí me lo hicisteis”: El Papa Francisco ha recordado esta
mañana, 8 de julio de 2020, en la celebración de la Santa Misa, su viaje a Lampedusa, la isla
situada entre Túnez e Italia, hace siete años, en homenaje a las víctimas
de los naufragios en las peligrosas travesías de tantos migrantes por el
Mediterráneo.
En
su homilía, el Santo Padre ha invocado el pasaje de Mateo 25,40: “En verdad os
digo, que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me
lo hicisteis”, señalando que esta advertencia “es hoy de gran actualidad” y ha
remarcado: “Todo cuanto hicisteis…”, “para bien o para mal”.
Esta
enseñanza ser para nosotros “punto fundamental de nuestro examen diario de
conciencia, eso que hacemos todos los días”, ha indicado Francisco. “Pienso en
Libia, en los campos de detención, en los abusos y en la violencia que sufren
los migrantes, en los viajes de esperanza, en los rescates y en los rechazos”.
Asimismo,
el Santo Padre ha hecho referencia al Salmo 104: “Buscad continuamente el
rostro del Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su
rostro”. El Pontífice ha recordado que “este encuentro personal con Jesucristo
también es posible para nosotros, discípulos del tercer milenio”, y ha
exhortado a reconocer el rostro del Señor “en el rostro de los pobres, de los
enfermos, de los abandonados y de los extranjeros que Dios pone en nuestro
camino”.
Debido
a la actual situación sanitaria, sólo han participado en la Eucaristía los trabajadores
de la Sección de Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Servicio del
Desarrollo Humano Integral.
A
continuación, sigue la homilía del Papa Francisco en la Misa celebrada en Santa
Marta por el 7º aniversario de su viaje a Lampedusa.
Homilía del Papa Francisco
Queridos
hermanos y hermanas:
El
salmo responsorial de hoy nos invita a una búsqueda constante del rostro del
Señor: “Buscad continuamente el rostro del Señor. Recurrid al Señor y a su
poder, buscad continuamente su rostro” (Sal 104) . Esta búsqueda
constituye una actitud fundamental en la vida del creyente, que ha entendido
que el objetivo final de la existencia es el encuentro con Dios.
La
búsqueda del rostro de Dios es una garantía del éxito de nuestro viaje en este
mundo, que es un éxodo hacia la verdadera Tierra prometida, la Patria
celestial. El rostro de Dios es nuestra meta y también es nuestra estrella
polar, que nos permite no perder el camino.
El
pueblo de Israel, descrito por el profeta Oseas en la primera lectura (cf.
10,1-3.7-8.12), en ese momento era un pueblo extraviado, que había perdido de
vista la Tierra prometida y deambulaba por el desierto de la iniquidad. La
prosperidad y la riqueza abundante habían alejado del Señor el corazón de los
israelitas y lo habían llenado de falsedad y de injusticia.
Es
un pecado del cual nosotros, cristianos de hoy, tampoco estamos exentos. “La
cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace
insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son
bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que
lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de
la indiferencia” (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
La
exhortación de Oseas nos llega hoy como una invitación renovada a la
conversión, a volver nuestros ojos al Señor para ver su rostro. El profeta
dice: “Sembrad con justicia, recoged con amor. Poned al trabajo un terreno
virgen. Es tiempo de consultar al Señor, hasta que venga y haga llover sobre
vosotros la justicia” (10,12).
La
búsqueda del rostro de Dios está motivada por el anhelo de un encuentro
personal con el Señor, un encuentro con su inmenso amor y su poder salvador.
Los doce apóstoles, de quienes nos habla el Evangelio de hoy (cf. Mt 10,1-7),
tuvieron la gracia de encontrarlo físicamente en Jesucristo, Hijo de Dios
encarnado. Él los llamó por su nombre, uno a uno, (lo hemos escuchado)
mirándolos a los ojos; y ellos contemplaron su rostro, escucharon su voz,
vieron sus prodigios. El encuentro personal con el Señor, un tiempo de gracia y
salvación, lleva a la misión. Mientras iban de camino, Jesús les exhortó: “Id y
proclamad que ha llegado el reino de los cielos” (v. 7).
Este
encuentro personal con Jesucristo también es posible para nosotros, discípulos
del tercer milenio. Cuando buscamos el rostro del Señor, podemos reconocerlo en
el rostro de los pobres, de los enfermos, de los abandonados y de los
extranjeros que Dios pone en nuestro camino. Y este encuentro también se
convierte para nosotros en un tiempo de gracia y de salvación, confiriéndonos
la misma misión encomendada a los apóstoles.
Hoy
se cumple el séptimo aniversario de mi visita a Lampedusa. A la luz de la
Palabra de Dios, quisiera reiterar lo que dije a los participantes en el
encuentro “Libres del miedo”, en febrero del año pasado: “El encuentro con el
otro es también un encuentro con Cristo. Nos lo dijo Él mismo. Es Él quien
llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y
encarcelado, pidiendo que lo encontremos y ayudemos, pidiendo poder
desembarcar. Y si todavía tuviéramos alguna duda, esta es su clara palabra: ‘En
verdad os digo, que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños,
a mí me lo hicisteis’ (Mt25,40)”.
“Todo
cuanto hicisteis…”, para bien o para mal. Esta advertencia es hoy de gran
actualidad. Todos deberíamos tenerlo como punto fundamental de nuestro examen
diario de conciencia, eso que hacemos todos los días. Pienso en Libia, en los
campos de detención, en los abusos y en la violencia que sufren los migrantes,
en los viajes de esperanza, en los rescates y en los rechazos. “Todo cuanto
hicisteis… a mí me lo hicisteis”.
Recuerdo
aquel día, hace siete años, justo al sur de Europa, en aquella isla… algunos me
contaban sus propias historias, cuanto habían sufrido para llegar allí. Y había
intérpretes. Uno contaba cosas terribles en su propio idioma, y el intérprete
parecía traducir bien; pero hablaba mucho y la traducción era corta. “Bueno –
pensé – puedes ver que este lenguaje tiene giros más largos para expresarse”.
Cuando
regresé a casa, al mediodía, por la tarde, en la recepción, había una señora
–que Dios la tenga en su gloria, ya ha partido—que era hija de etíopes.
Entendía el idioma y vio el encuentro en la televisión. Y me dijo esto: “Mire,
lo que le dijo el traductor etíope no es ni siquiera la cuarta parte de la
tortura, el sufrimiento, por el que pasaron”. Me dieron la versión “destilada”.
Esto sucede hoy con Libia: nos dan una versión “destilada”. La guerra es mala,
lo sabemos, pero no podéis imaginar el infierno que se está viviendo allí, en
esos campos de prisioneros. Y esta gente vino sólo con la esperanza de cruzar
el mar.
Que
la Virgen María, Solacium migrantium (Ayuda de los migrantes), nos
haga descubrir el rostro de su Hijo en todos los hermanos y hermanas obligados
a huir de su tierra por tantas injusticias que aún afligen a nuestro mundo.
Rosa
Die Alcolea
©
Librería Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit