Prefiero
a veces mentiras que maquillen la verdad que duele
«Estamos
dispuestos a creer cualquier cosa menos la verdad». Prefiero a veces mentiras
que maquillen la verdad que duele. Esa verdad que habla de mi pasado, de mi
presente, de mi realidad, de mi fragilidad y necesidad.
Esa
verdad contra la que me rebelo como un niño inmaduro queriendo que sea
distinta. Cuando vivo en la verdad soy libre, cuando me apego a las mentiras,
soy esclavo. Sé que solo si me siento amado tal como soy, sin caretas, sin
condiciones, seré profundamente libre. Pero mi verdad no es sólo lo negativo,
el pecado que me confunde. A veces lo veo así.
Me
detengo en la debilidad. La verdad tiene sus luces y sus sombras. Pero ante
todo es la belleza la que define mi verdad. Dios me creó para la luz y puso en
mi alma al modelarme su aliento más puro y su capacidad de amar.
Me
gustan las palabras el P. Kentenich hablando de «La imitación de Cristo» de
Kempis: «En este libro, las debilidades humanas son acentuadas muy fuertemente.
Habla de cerdos, de acervos de estiércol. Todo esto son verdades, pero inducen
a detenerse demasiado en la pequeñez del hombre, en su ser nada».
La
verdad de mi pecado importa. No quiero negarla. Es parte de mí. Pero no quiero
que esa realidad oscurezca mi belleza, mi luz interior.
Soy
mucho más que mis caídas. No soy blanco o negro. No soy noche o día luminoso.
Soy una mezcla de bondades y maldades, de fortalezas y debilidades. De alturas
y de abismos. Y más allá de todo, mi corazón está hecho para el cielo. Y soy
profundamente amado y elegido tal como soy.
Dios
me espera cada noche y cada mañana. Para Él soy precioso y único. Ha
soñado conmigo desde siempre. El juicio de los demás sobre mi vida, sea injusto
o cierto, no me cambia. No aumenta mi maldad. No engrandece mi bondad. Hoy
parece que un juicio lanzado en las redes sociales vale más que muchas
investigaciones minuciosas sobre un caso, sobre una persona. Lo que se publica
en seguida se acepta como veraz, o por lo menos surgen las dudas, las
sospechas, los miedos. Anthony C. Grayling comenta sobre la posverdad que impera
ahora: «Todo es relativo. Se inventan historias todo el tiempo, ya no existe la
verdad». Parece que lo único verdadero es lo que siento. Lo que en mí despierta
un hecho concreto, o una noticia. La decepción y la rabia, la duda y el miedo.
Los hechos objetivos que no conozco importan poco.
Y
a veces parece que lo sé todo. Puedo hundir a una persona o elevarla con
una sola opinión, con un juicio lanzado al aire de forma temeraria. Brota la
sospecha. No importa si es verdad lo que digo, o no lo es, o sólo lo es en
parte. No siempre podré saber toda la verdad de los hechos. Puedo entonces
dejarme llevar por los juicios que vierten los hombres. Y me haré una idea
falsa o verdadera de las personas. Pero no es mi criterio, es el de otros que
yo hago mío. Tengo claro que la opinión que escucho sobre alguien a quien
quiero o incluso el saber algo verdadero de su vida, no altera mi relación con
él que es verdadera y está basada en muchos más elementos.
Tengo
un vínculo personal, conozco su historia. He tocado su verdad y su mentira.
Conozco su bondad y su maldad, su debilidad y su fortaleza. Sus heridas y su
historia. Me he enamorado de su estilo, de su impronta personal. De su carisma
que es sagrado, porque viene de Dios. Podrán lanzar juicios al aire sobre él, o
hablarme de hechos que no puedo demostrar. Y quizás dudo sobre él, tengo
sospechas. Pero ¿quién soy yo para juzgar su vida? Solo Dios lo puede hacer.
Y
ante los ojos de Dios es él lo más valioso, el hijo más amado. Y si lo amo, ese
amor entre nosotros es la verdad para mí. Porque yo estuve a su lado y toqué su
corazón. Y lo que viví es verdad. Eso no me lo quita nadie. No dudo de esa
verdad. Porque mi fe en él ha ido creciendo con los años. Y esa fe se sostiene,
aunque otros emitan juicios sobre él, opiniones desvelando hechos desconocidos.
Incluso aunque en mi ignorancia de todo no pueda refutar cada una de sus
críticas. Mi amor es más firme, no se desalienta. Es mi forma de mirar la
verdad sobre las personas.
Me
gustaría también que los que me aman sean así conmigo. Que crean en mí. Que por
encima de un juicio que escuchen, o incluso algo que vean y que no les guste,
me sigan amando. Y sigan confiando en mí, en lo que hay entre los dos. Una
opinión sobre mí vertida al aire, o el desvelar un pecado de mi pasado, no
altera lo que yo soy. Ya estaba todo ahí en mi corazón antes de salir a la luz.
Soy el mismo con mi verdad, con mi dolor, con mis miedos, con mis pecados.
Es
importante aceptar la verdad. La mía y la del otro. La verdad de los hechos. Puede
que no siempre esté preparado para hacerlo. Cada uno necesita su tiempo, hacer
su camino, vivir su duelo. La verdad y el amor van de la mano. Sin amor la
verdad es dura como un cuchillo. Y sin verdad el amor es un sentimentalismo
fugaz, superficial e inmaduro.
La
cruz de Cristo está sostenida sobre el brazo de la verdad y del amor. A veces
necesito tiempo para aceptarlo. Quizás no estoy maduro en cualquier momento
para enfrentar verdades dolorosas. Puede ser que una verdad me aleje de los que
amo. Porque creí ingenuamente en su pureza inmaculada. Los encumbré creyéndolos
perfectos, poniendo en ellos expectativas que en realidad suplían mis propias
carencias y estaban por encima de sus límites humanos. Y cualquier hecho
imperfecto de su historia me parece punible y me aleja de él.
Quisiera
tener un corazón grande, humano, amplio, como el de Jesús, para acoger a las
personas en su verdad completa y sin miedo. Aceptarlos en sus límites, en sus
heridas, en sus pecados. Y no quedarme en una imagen idealizada de su vida que
no es real. Quiero mirar con los ojos de Cristo. Con humildad y respeto.
Es la tarea de toda mi vida.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia