Mal
tiempo, demasiado trabajo, la pantalla del móvil rota, un paquete que no llega
nunca… Cada día que nos da Dios, encontramos siempre miles de buenas razones
para refunfuñar
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© fizkes |
Pero en una dosis demasiado alta, estas quejas se vuelven
insoportables para nuestro entorno. Y es que saber quejarse cuando hace falta
sin volverse un pesado insoportable, ¡es todo un arte!
Querido amigo protestón, hay una buena noticia
para ti: tu fuente de inspiración es del todo inagotable. Porque la vida en
familia, en el trabajo, entre amigos, vamos, toda la vida sin más, es una
indestructible máquina de fastidio continuo.
Pero el problema es encontrar a quién
quejarse. El niño llorón ya tiene dificultades para encontrar una oreja
compasiva, así que un adulto, ya me dirás…
No es fácil desahogarse con los
seres queridos, menos aún con los más cercanos, nuestro marido o mujer.
Tiene una eficacia limitada: solo
queríamos quejarnos del estado del jardín y al cabo de dos segundos nuestro
interlocutor ya se ha puesto a reparar el motor del cortacésped.
Sin embargo, no buscamos una solución
inmediata, lo que necesitamos primero es quejarnos, decir lo que no funciona y
por qué y cómo no funciona.
Y nos encontramos con nuestro paquete de
dolencias sin descargar, con nuestro gran saco de piedras siempre bajo el
brazo.
De las jeremiadas…
De ahí el interés por el amigo con oreja
sobre-entrenada al que poder quejarnos del cambio climático sin que se abalance
sobre los aspersores automáticos.
Pero quejarnos a nuestro marido o a nuestra
esposa, o peor, a nuestros hijos, por todas sus carencias reales o supuestas y
del funcionamiento general del mundo no sirve de gran cosa.
Porque la queja contiene este mensaje: “Tú decides mi suerte”.
Sin embargo, el otro no es el dueño de nuestro destino,
no tenemos que hacerle cargar con esta responsabilidad, no tenemos que
mantenerle en esta ilusión, no es todopoderoso.
En definitiva, el indignado perpetuo suscita ganas de
huir, es deprimente y contagioso, y termina por hacer el vacío
a su alrededor. Esta es la mala noticia.
…a las “Lamentaciones”
Así que, si tenemos necesidad de quejarnos,
por suerte Dios nos
conoce muy bien: Él está
siempre preparado para recibir nuestras insatisfacciones,
pequeñas y grandes.
Olvidémonos de la jeremiada de tercera
división y atrevámonos a una lamentación auténtica, extraída del corazón de los Salmos.
Llorar “Desde
lo más profundo te invoco, Señor” (Sal 130,1), decirle “Tú decides mi suerte” (Sal 16,5b), no es
agobiarlo con reproches, sino en realidad hacerle una declaración de amor.
Mejor que marear a nuestra familia con
gimoteos inútiles es asediar al mismísimo Dios. El corazón de Jesús es de una
dulzura inacabable y Él nos escuchará hasta el final sin levantarse para ir a
mirar el correo mientras hablamos.
Él, que pasó por la Cruz, se toma muy en serio el lamento del
que se siente impotente, fatigado, solo o abandonado.
El tiempo que pasamos con Jesús resucitado
nos restaura en la alegría y nos hace capaces de cantar de nuevo: “Tú
convertiste mi lamento en júbilo” (Sal 30,12).
Dejemos de recurrir a la queja y pasemos al
bello arte de las Lamentaciones, las que engendran alabanza: “Me ha tocado un lugar de delicias, estoy
contento con mi herencia” (Sal 16,6).
¡Alegría contagiosa asegurada!
Fuente:
Edifa