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Parece injusto, pero me alegra. Puedo
postrarme allí como hijo y descansar en sus brazos de Madre. Siempre
me está esperando aunque yo lo dude.
Porque aplico mis categorías tan
mundanas, tan humanas y temo el rechazo. Pienso que si llego sucio Ella no va a
querer cuidarme ni limpiar mis manchas. Esa forma de mirar la vida tan
limitada, tan pobre…
María no es así. Se
alegra simplemente al verme quieto en la puerta, con
pudor, con miedo. Me mira, me ama y se acerca hasta mí. Me abraza con ternura y
me levanta del suelo.
Me sostiene cuando llego roto. Me
salva cuando estoy perdido. Me recuerda quién soy cuando yo me olvido. Acaricia
mis heridas cuando yo no sé curarme a mí mismo.
Así es mi Madre que no olvida que soy
un niño herido. Y me mira con ese amor hondo que me
recompone casi sin darme cuenta.
Me cobija en
su alma como cuando estaba cobijado en el seno de mi propia madre. Me
siento en casa de nuevo, seguro. Es el punto de partida de mi salvación.
Siempre lo ha sido y lo vuelve a ser
cada vez que regreso buscando su encuentro. Esa presencia que todo lo transforma
en mi vida.
Quiero crecer en este camino de
entrega, profundizar en mi Alianza de Amor con María.
A menudo me
cuesta tanto comprender y aceptar los planes de Dios… No
sé lo que me pide y cuando algo duro sucede en mi vida, no lo acepto.
Miro el futuro y lo vivo con miedo y angustia pensando
en todo lo que puedo perder, en todo lo que puede salir mal. Me cuesta tanto
vivir con paz y alegría, cobijado en medio de la oscuridad de la cruz.
Tal vez la imagen de Dios que tengo
grabada en mi corazón es la que me asusta. Me da miedo acercarme demasiado a
Él, no vaya a ser que me pida justo lo que no quiero entregarle, esos planes a
los que no quiero renunciar.
En épocas convulsas como la que vivo,
se hace más acuciante un cambio de perspectiva, una maduración en mi fe y en mi
forma de entender la vida. La crisis actual me confronta con mis
límites.
Miro a María que me espera como
siempre a la puerta de mi vida. Tengo muy claro que o paso mi vida anclado en
Dios y confiado, o me dejo llevar inerme, lleno de amargura, por la corriente
de la vida. Decía el padre José Kentenich en 1939:
«Si hemos puesto nuestra vida a entera disposición de nuestra
Madre, Ella, de modo similar, también se da totalmente a nosotros: su brazo
poderoso, el Niño en sus brazos, la lengua de fuego sobre su cabeza, en su oído
el Ave, en sus labios el Magníficat y la espada de siete filos en el corazón»[1].
María viene a
mí para rescatarme. No me deja vivir con miedo, incapaz de
tomar decisiones. Ella me enseña a luchar por adquirir esa conformidad con la
voluntad de Dios que tanto bien me haría.
Me gustaría decir lo que decía un
misionero en tiempos de dificultad:
«¡Eso
es justamente lo que yo quería!».
No lo es, pero cuando
amo y soy amado, cuando estoy en paz con mi vida, la realidad deja de ser algo
violento, algo duro.
Me adapto a lo
que hay ante mis ojos y saco de todo lo que sucede el mayor provecho. No me
entristezco ya tanto con las derrotas y las pérdidas.
Y sé sacar del fracaso la mejor
enseñanza. En todo lo que me sucede, permitido o querido por Dios, saco
provecho para la vida.
De un mal saco un bien. De una
ausencia una ganancia. De una vida en la precariedad un camino para crecer en
santidad.
El amor de Dios es tan grande, el amor
de María, que lo que me pasa tiene que ver siempre con mi
felicidad aunque en el momento me parezca todo lo contrario.
María me ama y por eso descanso en
Ella, cobijado en su interior. Soy su hijo, su aliado. Le doy anticipadamente
mi «sí» a
Dios a la hora de enfrentar la vida y todo lo que en ella pueda sucederme.
Digo que sí, que amo su camino, que
soy feliz en lo que me toca enfrentar. Le entrego de antemano mi
disposición a lo que pueda ocurrir. Pongo en sus manos mis miedos. Me fío más
de María, mi Madre, que de mí mismo.
[1] J. Kentenich, Segunda acta de fundación 1939
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






