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15.10.20
ACEPTAR EL AMOR QUE TE DAN… Y TAMBIÉN EL ODIO
La paz no te la dan las circunstancias: está dentro de ti
Mark Nazh | Shutterstock
Me gustaría tener una actitud de paz y libertad interior. Siempre he admirado esa forma de vivir desapegado, con el corazón confiado, que describe así san Pablo:
«Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta».
Esa forma de vivir la vida es la que yo deseo. Cuando tengo lo que quiero, lo disfruto. Cuando me falta lo necesario, no me amargo.
Tengo puesta mi
confianza en Dios, en su bondad, en su amor que me acompaña
siempre.
Me
gusta esa forma de reaccionar ante las dificultades. En la escasez no me
indigno con la injusticia. En los problemas no me amargo maldiciendo mi suerte.
En el dolor no desfallezco.
En los momentos de alegría disfruto
y aprovecho lo que Dios me regala. En los momentos de tristeza no me hundo,
tengo la mirada puesta en el Dios que va conmigo y me acompaña.
Todo lo puedo en aquel que me conforta. ¿Por qué voy a tener miedo? Estoy
entrenado para todo.
No siempre todo va bien
No tengo derecho a que las cosas me
vayan bien siempre.
No tengo asegurado el éxito en todas
las empresas que emprendo. Dios es bueno y yo confío en su cercanía y cuidado
paternal. Él me sostiene, Él me salva. Él me da la vida.
Creo en la promesa que me ha hecho.
No va a faltar en mi camino aunque las cosas no funcionen de la forma más
adecuada. Va a estar conmigo incluso cuando todo parece derrumbarse.
Me espera al
final de mi vida con una fiesta, con un banquete, para agradecerle
al cielo todo lo vivido. Para festejar el encuentro.
No merezco la fiesta. Pero sé que es gratuito si al final voy. No
voy por merecimientos, sino por el amor que Dios me tiene. Es su bondad la que
me salva, no la mía.
Confío en su amor inmenso que va a
buscarme por los caminos incluso cuando no merezco ese amor tan grande. Mientras
tanto sólo me queda aceptar las cosas en la vida como vienen.
El mal y el bien, los logros y los
fracasos, el amor y el desamor. Aceptar la abundancia y la carencia. La
soledad y la compañía. El amor y el odio que recibo.
A menudo me indigno con mi mala
suerte y no hay en mí esa paz de la que hablo. La tristeza invade mi ánimo y
siento el dolor muy dentro.
No tengo lo que anhelo, no acaricio
lo que deseo, no soy amado tanto como yo amo. En la suerte dispar juzgo y
condeno a aquel al que parece sonreírle la suerte.
Quisiera tener la paz de los hijos
de Dios que han encontrado su lugar en la boda. Allí se encuentran felices
porque el amor de Dios ha llenado todos los vacíos de su
alma.
Paz
inamovible
Pero no siempre encuentro la paz.
Esa paz que sólo me da el Dios de la paz cuando sale a buscarme. Vivo inquieto
buscando mi lugar.
Deseo que las cosas sean como yo
sueño. No se corresponde con mis sueños la realidad que es áspera. Comenta
Enrique Rojas:
«La prosperidad está siempre en el porvenir, pero la base siempre
tiene que ser esta: sentirse bien con uno mismo, tener una cierta paz interior
hilvanada en su foro interno de coherencia».
Paz conmigo
mismo. Coherencia interior que me da la paz que busco. Es lo
que deseo. Estar en paz con la vida que vivo. Con las personas con las que
comparto el camino.
La paz con el Dios de mi vida que no
me debe nada y yo tampoco le debo nada a Él. En el amor verdadero no hay deudas, sólo
entrega gratuita del uno al otro. Esa certeza me da paz.
La paz no me
la dan las circunstancias. Está dentro de mí, en lo
más profundo. Está en mi alma grabado ese deseo de vivir sólo para Dios.
Vivo así sin miedo en medio de las
circunstancias que cambian con el paso del tiempo. No tengo miedo a que la vida
se tuerza. No he puesto mi confianza en lo que cambia, en lo pasajero,
sino en lo inmutable, en lo permanente.
Y Dios me ha susurrado al oído que
nunca me dejará. El otro día un amigo me contaba:
«Mi madre me dijo antes de morirse: – No te preocupes, hijo, nunca
estarás solo. Yo nunca te voy a dejar».
Esa certeza le ha sostenido en los
momentos más duros de su vida. Así son las personas que me aman. No se
van nunca de mi lado.
Cuando ya no están vivas junto a mí,
con su presencia física, siguen vivas en su distinta presencia ahora amándome y
cuidándome cada día.
Así es Dios que no se aleja de mí
cuando más lo necesito. Sostiene mis miedos y levanta mi mirada
para que confíe siempre.