NUESTROS MOVIMIENTOS EN COPEI JORNADA FESTIVA 1 DE JUNIOJORNADAS DE FORMACIÓN DE LAICOSNOTICIAS POR CATEGORIASDICASTERIO PARA LOS LAICOSCOMISIÓN EPISCOPAL DE AP. SEGLARMOVIMIENTOS Y ASOCIACIONES
/div>
16.10.20
¿AMAS CON EL CORAZÓN?
El que entrega su corazón, su vida, es el que
de verdad se salva, pero exige poseerse y amarse a uno mismo antes
Shutterstock
Hoy hacen
faltan padres y madres que den la vida con alegría por sus hijos. Un hijo me quita
la vida. Y sólo crece en la medida en que yo le doy lo que hay en mi alma.
Comentaba el padre José Kentenich:
«Esto es lo que yo llamo paternidad y maternidad creativas, que no
sólo cultivan una distancia respetuosa, sino también una cercanía signada por
el amor y que están dispuestas a entregar todo por los que les fueron
confiados. No sólo a poner a su disposición las capacidades y los talentos,
sino también a sacrificar por ellos el descanso y el sueño, a consumir por
ellos hasta las últimas fuerzas»[1].
El mismo Padre Kentenich tuvo que
hacer un proceso para llegar a ser padre. Él mismo confiesa:
«Estaba tan orientado hacia ideas y tareas que no podía soportar
que alguien me regalara su corazón o que el mío quisiera latir por alguien»[2].
No sabía amar,
desconfiaba, estaba herido por su historia personal. Sólo desde el amor de
María fue sanando. Y luego, cuando fue capaz de entregar su propio
corazón, algo cambió en él.
El que no pone su corazón como prenda en sus vínculos, en sus
amores, no ama de verdad. No es padre, ni madre, ni
hermano, ni amigo el que no es capaz de dar la vida por los
suyos.
Requisitos
Poner el
corazón en otro corazón exige mucho de mí. Antes tengo que poseerme. Antes
tengo que amarme y saber quién soy, lo que sueño, lo que amo.
Antes tengo
que admirar en mí la obra de Dios y aceptar mis debilidades como un puente
tendido al cielo. Antes de entregarme tengo que saber vivir en
soledad, alegre de ser quien soy y de la vida que Dios me ha regalado.
Sólo entonces podré darme por entero y
poner mi corazón en las manos de aquel que se me ha confiado.
Frutos
El amor que se da vive de la confianza.
No pongo en duda el amor que me tienen. No pongo a prueba el amor del que me
ama. No vivo midiendo si aquellos a los que amo me aman a mí lo suficiente.
El que ama
entregando el corazón siempre se siente en deuda. Ha
tocado todo el amor recibido. Y siente que podría amar mucho más, de forma más
plena.
Vivir
descentrado es ser padre y madre. Es vivir
pensando en el bien de los míos, de aquellos a los que amo. Es inscribir
mi corazón en la persona amada, para que allí descanse. Y el
suyo en el mío. Hasta poder decir lo que leía el otro día:
«Estás
escrita en mi nombre y yo en el tuyo»[3].
Eso es lo que le da un sentido a todo
lo que hago. Ese amor es el que sueña mi alma herida y enferma y es el que
necesita este mundo tan herido.
Pero…
Mi corazón huye de la entrega
total. Tiene miedo a ser herido.
Desconfía cuando le han fallado antes. Y se justifica diciendo que nadie ama
hasta el extremo.
Sólo Dios, sólo Jesús en la cruz. Y
nadie ama el dolor de los clavos y la lanza, ni la frialdad del madero.
Faltan
padres y madres crucificados, capaces de morir amando. Y
de amar muriendo a sus deseos, egoísmos y pretensiones.
El que entrega
su vida es el que de verdad se salva. El que la retiene en su
egoísmo muere enfermo, agotado y solo. En una soledad sin amor, sin abrazos,
sin miradas.
¡Cuánto miedo da entregar la vida! Hay
muchos padres y madres que no se responsabilizan de la vida recibida. No
agradecen el don de esos hijos a los que no aman.
¡Cuántas heridas surcan el corazón
desde la infancia! Cuando noto la ausencia de un abrazo y la mirada de
intimidad de unos padres que me acogen.
Me cuesta tanto poner el corazón como
prenda… Entregarlo sin pretender salvarlo. El verdadero amor no lleva cuentas
del mal que recibe y menos aún del bien que hace.
Anhelo vivir
ese amor del que tanto hablo y tan poco vivo. Ese amor sincero y pobre. Que
sostiene al más débil y salva al que ha caído.
Ese amor que no juzga ni condena. Que
sonríe en las afrentas y anhela echar raíces profundas que nunca mueran.
Hogar
Hoy faltan corazones de niño, ingenuos
y confiados. Será porque faltan padres. Faltan familias sanas en las que vivir no
sea una guerra.
Hogares en los
que poder estar, vivir y amar con alegría. Donde no
me sienta juzgado y me acepten en mi verdad tan original, tan distinta. No
tengo que ser como otros esperan. Soy yo mismo y me quieren.
Así
ama el corazón de un padre que está dispuesto a perder la vida por los suyos.
El don de la vida se me confía. Yo no creo la vida, no me la invento.
La sostengo torpemente entre los
dedos. La cuido como lo más sagrado para evitar su muerte. La acompaño mientras
crece sin querer forzar su crecimiento.
Quiero amar con un amor maduro que no
tema las dificultades ni rehúya la verdad. Ese amor maduro se entrega confiado
aunque haya saboreado antes los desengaños. Y vuelve a creer y a luchar.
Me gustan esos padres y madres que no
tienen miedo a la vida y saben renunciar por amor a los suyos. Me gustan porque sólo
así habrá hijos sanos capaces a su vez de dar ellos la vida por otros.
Porque la verdad es que copio el
ejemplo que me conmueve, la forma de vivir de las personas a las que amo. Y no
sé por qué se me olvidan fácilmente esas palabras que escucho y que por
momentos encienden mi alma.
Es el testimonio de amor lo que queda.
Las promesas de un amor que no se hace vida mueren en el aire. Sólo
sigo e imito a quien amo.