![]() |
Nick Karvounis | CC0 |
«Resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo… es el mundo al final el que le cambia a uno».
Y es así. Si no me pongo a
cambiar el mundo, si no intento cambiar yo para que algo comience a cambiar a
mi alrededor, puede que a la larga me quede solo y me agote.
Y el mundo siga igual y yo acabe
adaptado al mundo. Tal vez mi actitud interior es imprescindible. En otra
viñeta de Quino leo:
«Comienza el día con una sonrisa
y verás lo divertido que es ir por ahí desentonando con todo el mundo».
Una sonrisa mientras a mi
alrededor hay caras largas. Y personas tristes o enfadadas con el mundo.
Amargadas por no conseguir lo que querían, en guerra con su vecino, con su
jefe, con su amigo. Impacientes porque lo que les pasa no se ajusta exactamente
a sus deseos.
Cambiar el mundo y
sonreír parecen ser parte de un mismo camino. El que recorro de la mano de María por la vida.
Pienso que no soy sacerdote
porque un día quisiera cambiar el mundo. Quizás el mundo me parecía muy difícil
de cambiar.
Quizás seguí sus huellas sólo
porque intuí que su presencia en mi vida me llevaría a esbozar una sonrisa cada
mañana. Y vería que ese era mi lugar. Y así ha sido.
Aun así me levanto cada mañana
con un cierto miedo de que el mundo a la larga me acabe cambiando
a mí. A golpe de rutina y desengaños.
No lo quiero y me decido de nuevo
a sonreír. No quiero verme de repente sin ánimo para vivir con esperanza, para
compartir esperanzas.
No quiero dejarme llevar por esa
rabia que veo en muchos corazones y que un día puedo hacer mía. No quiero que
se me contagie la envidia que aferra a tantos a sus deseos y puestos,
comparándome con los que tienen vidas mejores.
No quiero volverme mezquino
pensando sólo en mi vida, en mis planes y deseos, en lo que a mí me preocupa o interesa.
El papa Francisco describe así el peligro que corre el mundo en su última
encíclica Todos hermanos:
«Cada sociedad necesita asegurar
que los valores se transmitan, porque si esto no sucede se difunde el egoísmo,
la violencia, la corrupción en sus diversas formas, la indiferencia y, en
definitiva, una vida cerrada a toda trascendencia y clausurada en intereses
individuales».
Sueño con un mundo solidario en
el que mire a mi hermano con misericordia y sepa que vamos todos en una misma
barca.
Un mundo en el que el bien de
todos es el bien común que yo busco y es de mi interés, porque me importa mi
hermano. Como canta Rozalén en su canción Aves enjauladas:
«Cuando se quemen las jaulas,
recuerda siempre la lección y este será un mundo mejor. Ya nadie se atreverá a
burlar lo importante. No me enfadaré tanto con el que dispara odio, es momento
de que importe igual lo ajeno y lo propio».
Es importante mirar la vida
así. No voy solo, voy con hermanos, y me importan sus vidas.
Quizás sólo será una semilla de
vida nueva la que entierre con mis manos en esta tierra endurecida que me
rodea. Y mis palabras queden guardadas en algún lugar recóndito del aire, o de
algún corazón.
No pretendo ser yo el que cambie
las cosas que ahora veo. Tal vez nunca lo he pretendido, ni deseado. Pero sí he
querido caminar con paso firme y dar lo que llevo dentro de mí, muy grabado en
el alma, con una sonrisa.
Sólo sé que puedo entregar la
vida por algo importante que merezca la pena. Veo que los miedos son difusos y
se pierden cuando me acompaña la sonrisa para salir de casa e iniciar un
ascenso prolongado. No me desanimo ya ante el primer contratiempo.
Y he aprendido a ver el dolor
ajeno y el propio como algo importante. No me es indiferente lo que me rodea.
No paso de largo ante el que sufre al borde del camino. Comenta el papa
Francisco en su encíclica:
«Ante tanto dolor, ante tanta
herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Con sus gestos, el buen
samaritano reflejó que la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la
de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro».
El primer paso fuera de mí mismo
siempre es el más difícil. Cuesta salir, ir al encuentro. Es como dejar la paz
atrás y arriesgar la vida.
La vida se juega en
momentos aparentemente muy poco importantes. De golpe todo depende del sí que
doy con mi alma, con mis manos, con mi voz.
Y entonces emprendo de nuevo el
mismo camino de siempre, el de Jesús, el de los santos.
Y me alegra saber que no estoy
solo, que hay más que también sueñan y viven con detenerse al borde del camino
a acompañar vidas, dolores y muertes.
Y merece la pena enterrar en mi
tierra la vida que vivo. Sin querer guardarla, sin ser egoísta.
Creo en el poder infinito
que puede tener mi vida. Más allá de las incoherencias y desórdenes que
palpo dentro de mí mismo. No me erijo en modelo para nadie.
Sólo quiero sostener la mano que
he tocado. Salvando su camino, levantando su ánimo. Sólo así es posible
cambiar mi vida, o el mundo. Dejando el amor colgado en almas sedientas.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia