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| Cathopic-Angelica Mendoza |
Las almas fervorosas sufrieron esta
severidad y pidieron el “privilegio” de comulgar cada domingo e incluso entre
semana, cosa que no era habitual, pero podía concederse. Santa Teresa de
Lisieux se benefició de ello. Por último, el santo papa Pío X no solamente
permitió, sino que alentó la comunión frecuente.
Hoy se corre el riesgo inverso, el de
comulgar con demasiada facilidad. Así, podría convertirse en un gesto un poco
mecánico, sin preparación suficiente, quizás incluso sin la conversión
necesaria.
La cuestión es, ¿cada cuánto tiempo es mejor confesarse?
Al comulgar,
¿recibimos de verdad a ese Dios que nos recibe?
¡Dios puso su Cuerpo en nuestras manos!
Nunca estaremos a la altura de este Amor puro, de este Don perfecto, eso está
claro.
Jamás seremos “dignos” de recibir a
Cristo y con razón citamos la oración del centurión, que la liturgia pone en
nuestros labios justo antes de la comunión («Señor, no soy digno de que entres
en mi casa…»).
Sin embargo, se nos pide un mínimo de
lealtad. De lo contrario, podríamos fingir que Lo recibimos al mismo
tiempo que Lo rechazamos en los hechos, en el pensamiento, en
la acción o por omisión, contradiciendo gravemente el Evangelio.
Por eso la Iglesia pide recibir el
perdón sacramental en cuanto sea posible después de un pecado mortal, en todo
caso antes de la próxima comunión, y anima a confesar también los pecados
veniales.
Con esto en mente, no puede sino
aconsejarse una práctica regular del
sacramento de la reconciliación.
Se puede replicar: “Dios recibe a todo el mundo, la Iglesia no
debe excluir a nadie”. En el fondo, esta postura no es falsa. Pero no puede
sostenerse sin un complemento muy importante:
“¿Estoy
recibiendo de verdad a este Dios que me recibe? Sé bien que soy un pobre
pecador. Sé bien también que basta una palabra Suya para sanar mi alma. Pero
¿estoy decidido a seguir a Cristo o, al contrario, decidido a continuar dándole
la espalda? En ese caso, ni Él ni su Iglesia me excluyen; yo mismo pronuncio mi
autoexclusión y, aunque comulgue, esa comunión es sacrílega”.
Es esta terrible contradicción la que
habita en el corazón de Judas la noche del Jueves Santo. En efecto, parece que
comulgó, al menos del Pan eucarístico, al principio de la cena (Jn 13,17-30).
También podría decirse: “Uno no va a
una comida para ver comer a los demás”. Pero no se puede reducir la misa a un
bufet. La Eucaristía, antes de ser algo que comer, es algo que vivir, un
acontecimiento: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor
Jesús!”.
Por el padre Alain Bandelier
Fuente: Edifa






