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Y tengo
claro que una vida plena no depende de lo exterior, de lo que todos ven. Una
vida aparentemente plena puede no serlo cuando escarbo suavemente levantando la
piel.
Y veo
entonces lo que de verdad habita en el alma, una profunda insatisfacción,
un gran vacío. No es oro todo lo que reluce. No está bien todo lo
que parece estar en orden.
Tampoco está
mal lo que huele a fracaso. Es todo más complejo, más sutil o quizás más
sencillo. Mi vida puede ser infeliz cuando yo decido que así lo sea. Puede ser
plena cuando mi mirada la ve completa. Sé que todo sucede en lo más
hondo de mi corazón.
Me dice que la felicidad está dentro de mí, al alcance
de mi mano, y no fuera. Que nadie puede quitarme un ápice de paz, ni de
alegría. Nadie puede decidir cómo ha sido mi vida, cómo soy yo.
Sólo yo tengo las riendas de mi vida. Puedo reír,
puedo llorar, puedo amargarme, puedo ser feliz. El juicio de los demás
no me condena, sólo el mío lo hace.
Cuando no me perdono errores perdonables, cuando no
acepto mis propias decisiones mal o bien tomadas, ya no lo sé.
Soy yo el que echo por tierra todos mis sueños y hago
fracasar mis ilusiones, llenándome de amargura. Comentaba Jesús Adrián Romero:
«Miro mi historia y confieso que tengo muchas
razones para ser feliz».
Miro el pasado y veo una felicidad que supera mis
expectativas. Tantos motivos para la alegría, para agradecer. Soy yo el que veo
el vaso medio vacío o medio lleno, la vida medio fracasada o completamente
feliz.
Tiene mucho que ver la santidad con la
felicidad, lo sé muy bien. El santo es un hombre
feliz porque confía. Comenta Eduardo Punset:
«La felicidad es la ausencia de miedo».
El miedo desaparece cuando mi vida
descansa en Dios y Él sostiene tranquilo el timón de
mi bote. Es en Él en quien reposa la vida de los santos.
En esos hombres de Dios, niños confiados, se hace realidad la paradoja de las bienaventuranzas.
Soy perseguido de forma injusta y fracaso habiéndolo
intentado, me difaman e insultan, mancillando mi nombre, mi fama y soy feliz,
porque de Dios dependo totalmente, y no del juicio de los hombres.
Vivo en la incertidumbre de esta vida sin controlar
nada y soy feliz, porque no tengo miedo a perder nada de lo que poseo, porque
todo lo he puesto desde el comienzo en las manos de Dios.
Y confío en su amor que me sostiene en medio
del camino lleno de amenazas. No importa, sus manos me levantan antes
de caer o después de haber caído.
En momentos tan duros como los que hoy vivo mi
felicidad no me la dan las noticias amenazantes que escucho con pavor, ni los
mejores augurios.
No descansa mi paz en lo que los hombres
hacen, en las medidas que adoptan para evitar los contagios. No soy más feliz si me desconfinan, ni me amargo al
ser confinado.
Vivo en la paz que de Dios que me sostiene. Mi
felicidad tiene que ver con mi forma de vivir en Él, arraigado. Soy
bienaventurado si confío, porque el Reino es mío, me pertenece.
Estoy hecho para el cielo, mientras dejo mi semilla en
la tierra. Soy bienaventurado porque el amor de Dios sostiene mis pasos y me
regala el poder caminar confiado.
Nada temo porque todos mis miedos se los
he entregado a Él y le he dicho que no se aparte de
mí.
Los santos no son perfectos, no lo hacen todo bien,
simplemente se han despojado de muchas pretensiones. Y han aprendido a
vivir pegados a Dios, anclados en su pecho, en su costado abierto, en la herida
de su alma.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






