En aquel
tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús:
«¡Bienaventurado
el que coma en el reino de Dios!».
Jesús le
contestó:
«Un hombre
daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó a
su criado a avisar a los convidados:
“Venid, que
ya está preparado”.
Pero todos
a una empezaron a excusarse.
El primero
le dijo:
«He
comprado un campo y necesito ir a verlo. Dispénsame, por favor”.
Otro dijo:
«He
comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor”.
Otro dijo:
“Me acabo
de casar y, por ello, no puedo ir”.
El criado
volvió a contárselo a su señor. Entonces el dueño de casa, indignado, dijo a su
criado:
“Sal aprisa
a las plazas y calles de la ciudad y tráete aquí a los pobres, a los lisiados,
a los ciegos y a los cojos”.
El criado
dijo:
“Señor, se
ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio”.
Entonces el
señor dijo al criado:
“Sal por los caminos y senderos, e insísteles hasta que entren y se llene mi casa. Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete”».
PALABRAS DEL SANTO PADRE
No obstante la falta de adhesión de los llamados, el proyecto de Dios
no se interrumpe. Ante el rechazo de los primeros invitados Él no se
desalienta, no suspende la fiesta, sino que vuelve a proponer la invitación
extendiéndola más allá de todo límite razonable y manda a sus siervos a las
plazas y a los cruces de caminos a reunir a todos los que encuentren. Se trata
de gente común, pobres, abandonados y desheredados, incluso buenos y malos
—también los malos son invitados— sin distinción. Y la sala se llena de
«excluidos». El Evangelio, rechazado por algunos, encuentra acogida inesperada
en muchos otros corazones. (ÁNGELUS 12 de octubre de 2014)
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