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«Los santos no son más que la buena voluntad de los
hombres canonizada»[1].
La buena voluntad llevada a los altares. Me gusta ese
concepto.
bien, llegan a todo, cumplen con todo. Nunca están
tristes ni pierden la paciencia. No caen en el orgullo en ningún momento. Jamás
pecan de egoísmo ni de soberbia.
Pienso que lo santos han de cumplir todas las normas.
Amar siempre a Dios por encima de todo y con toda el alma. Respetar a sus
hermanos amándolos por encima de sí mismos.
Espero de ellos la infalibilidad. Espero que no me
fallen nunca y siempre estén a la altura en sus actitudes y comentarios de lo
que se espera de ellos.
Una vida ejemplar muy lejos de la mía, me siento tan
imperfecto… Entonces es como si la santidad no tuviera que ver conmigo.
Es algo reservado sólo para unos pocos desconocidos.
Los miro de lejos, no conozco sus errores y no tengo acceso a su piel humana
frágil y falible.
Ese concepto de santidad que a veces me han
transmitido me desconcierta. Me piden un amor perfecto que no poseo.
Me piden un cumplimiento riguroso de todo y no llego.
Y luego me dicen que sea santo imitando las vidas de esos santos lejanos e
inmaculados. Yo no soy de esos.
Por eso me gusta esa definición. Se canoniza mi buena
voluntad, mi pobre deseo de hacer el bien, de llevar a Cristo
encarnado en mi corazón tan débil y humano, tan impuro y frágil.
Pienso que la santidad de cada uno es diferente.
Escribe el beato Carlo Acutis:
«Todas las personas nacen como originales pero muchas
mueren como fotocopias».
El santo no muere como una fotocopia de los demás.
muere siendo fiel a sí mismo, a su misión única, a su carácter y temperamento.
Fiel a la madera con la que Dios puede tallar en él
una obra de arte. Fiel al barro con el que el Alfarero hace el mejor jarrón
humano.
Es Dios el que se hace fuerte en mi alma única. No quiere Dios fotocopias, esclavos de galera.
Necesita hombres libres fieles a su originalidad. Me necesita
fiel a mí mismo y luego Él hará el resto.
La santidad no es el triunfo de la fuerza de voluntad
del hombre. Es más bien el triunfo de Dios en mí, en mi alma, en mi vida pobre
y limitada.
Es Él quien ensancha mi universo, despeja las nubes, acrecienta el amor de mi alma y
me hace capaz de cruzar mares revueltos en medio de la tempestad.
Es Él quien sostiene mi vida para que se revista de su
luz. El que aclara mis sombras y despeja mis dudas. Es Dios el que me sube a la
altura de sus ojos para decirme muy quedo que me ama.
Es Él quien respira dentro de mí y me enseña a
pronunciar su nombre con voz temblorosa. Y no pretende que siempre diga
lo correcto, lo haga todo bien y salve a todas las vidas perdidas que
encuentro.
Porque es Él quien salva y no yo. Es Él el que levanta al caído y no yo con mis
débiles brazos. Es Él el que sostiene al pobre y perdido y no yo cuando me
lleno de orgullo pretendiendo ser el salvador de todos. Dice un salmo:
«Esta es la generación que busca tu rostro, Señor».
Yo busco su rostro. Yo quiero conocer a Jesús. Mi
buena voluntad prevalece. Quiero llegar a las alturas. Tengo una voz en mi
interior que me dice cómo tengo que vivir. La escucho.
No me doblego a los moldes que el mundo me ofrece. Ni siquiera a los moldes
que a veces la misma Iglesia parece ofrecerme.
Quiero ser fiel a la misión que me confía Dios en
medio de mi camino. Quiero ser ese niño que se levanta cada mañana dispuesto a
tocar el cielo.
Dispuesto a abrazar a ese Dios que me ama por
encima de mis miserias y me quiere tal como me ha creado. Con mis talentos
y defectos. Con mis grandezas y límites. Con mi barro va a hacer maravillas.
Mi propia herida, esa provocada por otros o por mi
propio pecado, va a ser una fuente de vida y luz para muchos. Porque es Dios el
que da luz a mis actos, el que ilumina mi camino.
Es Él en mí y yo dentro de Él, cubierto por su manto.
Es su amor el que me da la fuerza. Comenta el Padre Kentenich:
«La historia de vida de los santos nos enseña que, por
lo común, comenzaron a entregarse heroicamente a Dios cuando se creyeron y
experimentaron tratados por Dios como la niña de sus ojos»[2].
La santidad no consiste en vivir en tensión por no
saltarme ninguna norma, por respetar todas las señales, por vivir cumpliendo
todo lo que me piden.
La santidad no es un libro en perfecto estado, sin
anotaciones en los márgenes, ni manchas, ni desperfectos. No es canonizado mi
mérito, sino mi buena voluntad. Mi deseo por hacer el bien, mis ganas de dar la
vida.
El sueño de ser fiel hasta el fin de mis días. Mis
ansias de amar a los demás y a Dios con toda mi alma, con todo mi ser.
[1] J. Kentenich, Desafíos de nuestro tiempo
[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia