“Cercanía de Dios y nuestra vigilancia”
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Misa con los cardenales 29 nov. 2020 (C) Vatican Media |
Ayuer, 29 de noviembre de 2020, el
Santo Padre ha presidido la Eucaristía en la basílica de San Pedro, y ha dirigido la
homilía desde el Altar de la Cátedra. La celebración se ha realizado con
los 13 nuevos cardenales creados por el Papa ayer 28 de
noviembre, 11 de forma presencial y dos vía online.
Cercanía
De la lectura del profeta Isaías,
el Papa ha resaltado que “Dios está cerca de nosotros”, y del Evangelio que
Jesús “nos invita a vigilar esperando en Él”. El Adviento, señala, es “tiempo
para hacer memoria de la cercanía de Dios, que ha descendido hasta nosotros”:
“Dios mío, ven en mi auxilio”, es a menudo “el comienzo de nuestra oración”. El
primer escalón de la fe es, explica, decir al Señor que “necesitamos su
cercanía”.
Vigilancia
Siguiendo el hilo, Francisco
indica que “invocando su cercanía” se ejercita “nuestra vigilancia”:
necesitamos “estar vigilantes, porque un error de la vida es el perderse en mil
cosas y no percatarse de Dios”. Seducidos por “nuestros intereses y distraídos
por tantas vanidades”, declara, “corremos el riesgo de perder lo esencial”.
En esta línea, el Obispo de Roma
ha exhortado a “estar vigilantes” porque “es de noche” y todavía “no vivimos en
el día, sino en la espera”. Ha invitado a esperar en el Señor, a “no dejarse
llevar por el desánimo” y “vivir de la esperanza”, sin “pretensiones
terrenales” ni agobio por el dinero, la fama, el éxito y las “cosas efímeras”.
Del mismo modo, ha apuntado que
“sobre nosotros puede caer el mismo sopor” que el que tuvieron los discípulos
de Jesús cuando les mandó orar a medianoche: “no estuvieron vigilantes” y “en
la última cena, traicionaron a Jesús, por la noche se durmieron, al canto del
callo le negaron, de madrugada dejaron que le condenaran a muerte”.
El sueño de la mediocridad
El sucesor de Pedro ha
puntualizado el peligro del “sueño de la mediocridad”, la tibieza y mundanidad,
que llega “cuando olvidamos nuestro primer amor y seguimos adelante por
inercia, preocupándonos sólo por tener una vida tranquila”. Esto, comenta,
“carcome la fe”, que es la “valentía perseverante para convertirse, es valor
para amar” y “fuego que arde”: por eso “Jesús odia la tibieza más que cualquier
cosa”.
Como remedio plantea la
“vigilancia de la oración”, ya que “rezar es encender la luz en la noche”, que
nos “despierta de la tibieza de una vida horizontal, eleva nuestra mirada hacia
lo alto, nos sintoniza con el Señor”, “nos libra de la soledad y nos da esperanza”
y “oxigena la vida”. No existe el cristiano sin la oración, arguye el Papa
Francisco, y “hay mucha necesidad de cristianos que velen por los que duermen”,
“adoradores” que día y noche “lleven ante Jesús, luz del mundo, las tinieblas
de la historia”.
El sueño de la indiferencia
El Santo Padre también ha
distinguido el peligro del “sueño de la indiferencia”, el que hace que se vea
todo igual, “como de noche”, no importe “quién está cerca”, se gire en torno a
uno mismo y “el corazón se vuelve oscuro”. El Papa advierte sobre una actitud
de queja constante, de sentir “que somos víctimas” de “complots”, una
disposición que hoy en día tienen muchos, “que exigen sólo para sí mismos y se
desinteresan de los demás”.
La solución que recomienda es la
“vigilancia de la caridad”, que es el “corazón palpitante del cristiano”, sin
la cual no puede vivir. Se trata, desarrolla, de una “apuesta segura, porque ya
está proyectada hacia el futuro, hacia el día del Señor”. “El deseo de salir al
encuentro de Cristo con las buenas obras”, concluye.
A continuación, sigue la homilía
completa del Pontífice.
***
Homilía de Francisco.
Las lecturas de hoy sugieren dos
palabras clave para el tiempo de Adviento: cercanía y vigilancia.
La cercanía de Dios y nuestra vigilancia. Mientras el profeta Isaías dice que
Dios está cerca de nosotros, Jesús en el Evangelio nos invita a vigilar
esperando en Él.
Cercanía. Isaías comienza
tuteando a Dios: “¡Tú eres nuestro padre!” (63,16), y continúa: “Nunca se oyó
[…] que otro dios fuera de ti actuara así a favor de quien espera en él”
(64,3). Vienen a la mente las palabras del Deuteronomio: ¿Quién “está tan
cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?”
(4,7). El Adviento es el tiempo para hacer memoria de la cercanía de
Dios, que ha descendido hasta nosotros. Pero el profeta supera esto y le pide a
Dios que se acerque más: “¡Ojalá rasgaras los cielos y descendieras!” (Is 63,19).
Lo hemos pedido también en el Salmo: “Vuelve, visítanos, ven a salvarnos”
(cf. Sal 79,15.3). “Dios mío, ven en mi auxilio” es a menudo el
comienzo de nuestra oración: el primer paso de la fe es decirle al Señor que lo
necesitamos, necesitamos su cercanía.
Es también el primer mensaje del
Adviento y del Año Litúrgico, reconocer que Dios está cerca, y decirle:
“¡Acércate más!”. Él quiere acercarse a nosotros, pero se ofrece, no se impone.
Nos corresponde a nosotros decir sin cesar: “¡Ven!”. Nos corresponde a
nosotros, es la oración del adviento ¡Ven! El Adviento nos recuerda que Jesús
vino a nosotros y volverá al final de los tiempos, pero nos preguntamos: ¿De
qué sirven estas venidas si no viene hoy a nuestra vida? Invitémoslo. Hagamos
nuestra la invocación propia del Adviento: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20).
Con esta invocación termina el Apocalipsis: “Ven, Señor Jesús”. Podemos decirla
al principio de cada día y repetirla a menudo, antes de las reuniones, del
estudio, del trabajo y de las decisiones que debemos tomar, en los momentos más
importantes y en los difíciles: Ven, Señor Jesús. Una oración breve, pero
que nace del corazón. Digámosla en este tiempo de Adviento, repitámosla: “Ven,
Señor Jesús”.
De este modo, invocando su
cercanía, ejercitaremos nuestra vigilancia. El Evangelio de Marcos nos
propuso hoy la parte final del último discurso de Jesús, que se concentra en
una sola palabra: “¡Vigilen!”. El Señor la repite cuatro veces en cinco
versículos (cf. Mc 13,33-35.37). Es importante estar vigilantes,
porque un error de la vida es el perderse en mil cosas y no percatarse de Dios.
San Agustín decía: “Timeo Iesum transeuntem” (Sermones, 88,14,13), “Tengo
miedo de que Jesús pase y no me dé cuenta”. Atraídos por nuestros intereses―
todos los días experimentamos esto ―y distraídos por tantas vanidades, corremos
el riesgo de perder lo esencial. Por eso hoy el Señor repite “a todos: ¡estén
vigilantes!” (Mc 13,37). Vigilen, estén atentos.
Pero, si debemos vigilar, esto
quiere decir que es de noche. Sí, ahora no vivimos en el día, sino en la espera
del día, en medio de la oscuridad y los trabajos. Llegará el día cuando estemos
con el Señor. Vendrá, no nos desanimemos. Pasará la noche, aparecerá el Señor;
Él, que murió en la cruz por nosotros, nos juzgará. Estar vigilantes es esperar
esto, es no dejarse llevar por el desánimo, y esto se llama vivir en la
esperanza. Así como antes de nacer nos esperaban quienes nos amaban, ahora nos
espera el Amor mismo. Y si nos esperan en el Cielo, ¿por qué vivir con
pretensiones terrenales? ¿Por qué agobiarse por alcanzar un poco de dinero,
fama, éxito, todas cosas efímeras? ¿Por qué perder el tiempo quejándose de la
noche mientras nos espera la luz del día? ¿Por qué buscar “padrinos” para
obtener una promoción y ascender, promocionarnos para hacer carrera? Todo pasa.
Estén vigilantes, dice el Señor.
Mantenerse despiertos no es
fácil, al contrario, es algo muy difícil. Por la noche es natural dormir. No lo
lograron los discípulos de Jesús, a quienes Él les había pedido que velaran “al
atardecer, a medianoche, al canto del gallo, de madrugada” (cf. v. 35). Y
precisamente a esas horas no estuvieron vigilantes. Al atardecer, en la última
cena, traicionaron a Jesús; por la noche se durmieron; al canto del gallo lo
negaron; de madrugada dejaron que lo condenaran a muerte. No estuvieron
vigilantes. Se quedaron dormidos. Pero sobre nosotros puede caer el mismo
sopor.
Hay un sueño peligroso: el
sueño de la mediocridad. Llega cuando olvidamos nuestro primer amor y seguimos
adelante por inercia, preocupándonos sólo por tener una vida tranquila. Pero
sin impulsos de amor a Dios, sin esperar su novedad, nos volvemos mediocres,
tibios, mundanos. Y esto carcome la fe, porque la fe es lo opuesto a la
mediocridad: es el ardiente deseo de Dios, es la valentía perseverante para
convertirse, es valor para amar, es salir siempre adelante. La fe no es agua
que apaga, sino fuego que arde; no es un calmante para los que están
estresados, sino una historia de amor para los que están enamorados. Por eso
Jesús odia la tibieza más que cualquier otra cosa (cf. Ap 3,16). Se
ve el desprecio de Dios por los tibios.
Y entonces, ¿cómo podemos
despertarnos del sueño de la mediocridad? Con la vigilancia de la oración.
Rezar es encender una luz en la noche. La oración nos despierta de la tibieza
de una vida horizontal, eleva nuestra mirada hacia lo alto, nos sintoniza con
el Señor. La oración permite que Dios esté cerca de nosotros; por eso, nos
libra de la soledad y nos da esperanza. La oración oxigena la vida: así como no
se puede vivir sin respirar, tampoco se puede ser cristiano sin rezar. Y hay
mucha necesidad de cristianos que velen por los que duermen, de adoradores, de
intercesores que día y noche lleven ante Jesús, luz del mundo, las tinieblas de
la historia. Hay necesidad de adoradores. Hemos perdido un poco el sentido de
la adoración, de estar en silencio ante el Señor, adorando. Ésta es la
mediocridad, la tibieza.
Hay también un segundo sueño
interior: el sueño de la indiferencia. El que es indiferente ve todo
igual, como de noche, y no le importa quién está cerca. Cuando sólo giramos
alrededor de nosotros mismos y de nuestras necesidades, indiferentes a las de
los demás, la noche cae en el corazón. El corazón se vuelve oscuro. Comenzamos
rápido a quejarnos de todo, luego sentimos que somos víctimas de los otros y al
final hacemos complots de todo. Quejas, victimismo y complots. Es una cadena.
Hoy parece que esta noche ha caído sobre muchos, que exigen sólo para sí mismos
y se desinteresan de los demás.
¿Cómo podemos despertar de este
sueño de indiferencia? Con la vigilancia de la caridad. Para llevar luz a
aquel sueño de la mediocridad, de la tibieza, está la vigilancia de la oración.
Para despertarnos de este sueño de la indiferencia está la vigilancia de la
caridad. La caridad es el corazón palpitante del cristiano. Así como no se
puede vivir sin el latido del corazón, tampoco se puede ser cristiano sin
caridad. Algunos piensan que sentir compasión, ayudar, servir sea algo para
perdedores; en realidad es la apuesta segura, porque ya está proyectada hacia
el futuro, hacia el día del Señor, cuando todo pasará y sólo quedará el amor. Es
con obras de misericordia que nos acercamos al Señor. Se lo pedimos hoy en la
oración colecta: “Aviva en tus fieles […] el deseo de salir al encuentro de
Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras”. El deseo de salir al
encuentro de Cristo con las buenas obras. Jesús viene y el camino para ir a su
encuentro está señalado: son las obras de caridad.
Queridos hermanos y hermanas,
rezar y amar, he aquí la vigilancia. Cuando la Iglesia adora a Dios y sirve al
prójimo, no vive en la noche. Aunque esté cansada y abatida, camina hacia el
Señor. Invoquémoslo: Ven, Señor Jesús, te necesitamos. Acércate a nosotros. Tú
eres la luz: despiértanos del sueño de la mediocridad, despiértanos de la
oscuridad de la indiferencia. Ven, Señor Jesús, haz que nuestros corazones que
ahora están distraídos estén vigilantes: haznos sentir el deseo de rezar y la
necesidad de amar.
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Gabriel Sales Triguero
Fuente: Zenit