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| Benigno Hoyuela/Unsplash | CC0 |
Tienen siempre claro cómo debería ir
vestido, lo que debería decir en cada momento, o lo que debería hacer en cada
situación.
Saben si estoy
haciendo lo correcto o estoy cometiendo un error. No sé
cómo lo hacen pero lo tienen siempre claro. Analizan la realidad como un
cirujano el cuerpo de su paciente, sabiendo dónde tiene que hacer la incisión.
Ante ellos me veo desnudo, mi alma
abierta, sin defensas. Reconozco que yo no miro la realidad así, ni a las
personas.
Algunos lo esperan de mí, quieren que
opine, que condene o apruebe, que tire la piedra o la guarde despacio.
Pretenden que juzgue a partir de
hechos, de apariencias, de palabras. Que interprete la realidad desde lo que
observo y diga con fuerza mi veredicto.
No me veo así. No sé si algo está
suficientemente limpio, tampoco sé si está bien escrito. Si una vida es lo
bastante ejemplar para ser digna de ser contada.
Tal vez me falta precisión, exactitud,
perfección en mi mirada y en mi juicio. Creo que la vida cambia con rapidez, y
también las personas.
No quiero juzgar a alguien por un solo
hecho cometido en un momento determinado, en unas circunstancias que ignoro. No
quiero destruir su imagen, o eliminar de mi memoria lo positivo que en él valoraba.
No soy así, y tal vez peco de
condescendiente. El corazón humano sigue pareciéndome un
enigma. Y a veces se corre el riesgo de querer simplificarlo
todo. Está mal, está bien y ya está.
Pero hay matices, grises, claroscuros.
No hay santos inmaculados. Ni pecadores sin remedio. No hay personas que
siempre hacen lo correcto y otras que siempre se equivocan.
No hay los perfectos y los
imperfectos. Todos estamos en un mismo camino de sombras
y de luces. Y en esa búsqueda del querer de Dios deambula
mi vida.
Así que no pretendo elegir siempre lo
adecuado. Ni acertar en todos mis juicios. No sabré recordar siempre lo
importante.
No podré tratar a todos con
delicadeza. Ni respetar sus sensibilidades, ni tener la palabra oportuna para
cada momento, para cada persona. He optado por vivir sin tensión la vida.
Quiero ser fiel a esa santidad de la
que me habla el padre José Kentenich: «La capacidad de percibir las insinuaciones
interiores del Espíritu Santo y corresponder dócilmente a ellas»[1].
Insinuaciones sutiles. Un soplo del
Espíritu en mi interior que me muestra tímidamente un camino entre sombras,
entre malezas de un bosque.
Lo que
importa y lo que no
Quiero vivir sin temer el juicio de
los que miran mi vida. Sin esperar caer bien a todos,
sin querer agradar a los que me juzgan con palabras o silencios.
No quiero la tensión de caminar sobre
una cuerda floja mientras todos miran a ver si caigo. Decido hacer caso omiso
de los que miran mi vida esperando a ver los fallos.
Los tiene. Que los vean. Que conozcan
mi debilidad. Que se rían de mis obsesiones. Que celebren mis caídas. Y juzguen
bien o mal lo que digo o hago.
Le pido a Dios la
santa indiferencia de los santos que no buscaban la aprobación de los hombres
sino la de Dios.
Incluso yo no busco la de Dios. Porque
no creo en ese Dios juez que me está evaluando cada mañana a ver si doy la
talla, si hago lo que Él desea, si me comporto como corresponde al camino
elegido en mi alma.
Creo en un Dios que me mira conmovido.
Como esa madre que abraza a su hijo herido y desvalido. Creo en ese Padre que
me espera a la puerta de su casa con gesto ansioso, anhelando mi pronto
regreso.
Creo en ese Dios que pasa por alto
tantas cosas, porque para Él la perfección del amor consiste en amar sin
reservas, sólo eso, pero con la torpeza propia de mi carne humana.
Prefiere una vida accidentada, pero
llena de amor humilde, que una vida perfecta, llena de resentimiento contra los
débiles. Así es Dios. Siempre se alegra cada vez que busco
honestamente en mi interior lo que desea de mí.
[1] J. Kentenich, Jornada 1928
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






