![]() |
Shutterstock | fizkes |
Escucho esta
confidencia de una persona querida, intentando imaginar su sufrimiento.
Cuando el dolor
es grande, solo puedes estar ahí, escuchar, acoger ese dolor y ayudar a que
salga. Porque una forma
de empezar a sanar es poder ponerlo en palabras.
Necesita ayuda profesional
Pero esta
situación se va alargando en el tiempo. Si los primeros meses me pareció que
estar bajo los efectos del shock era lo que se podía esperar, ahora creo que debería pedir ayuda para
encontrarse mejor. Proponerlo es una cuestión delicada: a
ninguno nos gusta que nos digan que nos vendría bien una consulta con un
psicólogo o psiquiatra, todavía nos parecen especialidades que son “para
otros”.
Y en este caso
concreto el consejo choca, además, con una mentalidad pseudo-cristiana que
considera que una persona creyente no necesita ayuda psicológica porque “solo
el Señor sana”.
Esta persona se
sentiría culpable si tuviera que pedir ayuda psiquiátrica porque, en cierto
modo, identifica su
angustia con falta de fe y así cae en un voluntarismo que le lleva a exigirse
superar su sufrimiento con sus propias fuerzas. Al no
lograrlo, su angustia se acrecienta y entra en bucle.
Somos frágiles
Lejos de mi
intención poner en duda que las heridas más profundas del corazón humano sólo
sanan cuando se ponen en manos de Dios; pero también hay que aceptar con
humildad que somos frágiles y que la Providencia se sirve de mediaciones
humanas para ayudarnos, también para ayudarnos a sanar.
Exponer este
punto de vista me ha causado dificultades más de una vez. Sin embargo me
acuerdo de una sesión en la que escuché a la psiquiatra Maribel Rodríguez, directora de la
Cátedra Edith Stein en el Centro Teresiano-Sanjuanista de Ávila explicar con
gran claridad y sensatez que “ser
religioso o espiritual no equivale a tener buena salud mental, se puede tener
depresión o ansiedad y ser religioso. Y no hay que sentirse culpable.”
Las palabras de
la Dra. Rodríguez mostraban una gran cercanía con el sufrimiento de sus
pacientes; y también la sabiduría de servir de ayuda a las personas creyentes
desde el respeto y aprecio de su fe.
Tal vez este es
el punto más difícil: cuando necesitamos ayuda psiquiátrica, no es fácil
encontrar un buen profesional que comparta nuestras creencias. Pero que no sea
fácil encontrarlo no quiere decir que no existan ni que la ayuda psiquiátrica
no sea necesaria para una persona creyente que sufre.
La angustia de aceptar la Cruz
De hecho, cuando
el Señor pide que aceptemos su voluntad, es perfectamente compatible decirle
que sí (“Hágase”) y que esa aceptación produzca ansiedad, tristeza y malestar.
Porque supone dejar atrás la voluntad propia para aceptar la del Señor; y
nuestra naturaleza se rebela y aprende, sufriendo, a obedecer.
El mismo Jesús,
en el Huerto, sudó sangre al aceptar la voluntad del Padre y necesitó que le
reconfortaran los ángeles. También nosotros podemos experimentar angustia al
abandonar nuestras seguridades y dejar nuestras vidas en manos de Dios.
Ese vértigo y
angustia, reacción propia de la naturaleza humana ante la Cruz, no quita nada
al acto de abandono y confianza en Dios. Pero puede necesitar ayuda médica para
que voluntad y psiquismo se acompasen y podamos vivir con serenidad lo que
hemos aceptado con la voluntad.
Todavía estamos intentando
digerir su muerte
Ayer mismo, en la
presentación del libro “Yo estoy contigo”,
alguien muy bueno y sabio me hablaba de las heridas que ha dejado en todos
nosotros la situación que hemos vivido estos meses, y que todavía no ha
terminado. Heridas que también tienen los sacerdotes: y me confiaba cómo
también a ellos les cuesta aceptar ayuda psicológica porque “basta con la
oración y la dirección espiritual”, hasta que reconocen la propia fragilidad y
la necesidad de aceptar las mediaciones que el Señor pone a nuestro alcance.
El padre Jon, que
ofreció su testimonio, me impresionó al contarnos cómo “Antes de que la muerte
me la quitara, pude poner la vida de mi madre en manos de Dios a través de la
Virgen y darle la vida de mi madre y eso fue una gracia enorme”. A continuación
afirmó que su padre y él todavía están intentando digerir la muerte de su
madre.
Y es que es
normal. Como dijo Monseñor Carlos Amigo, Arzobispo Emérito de Sevilla, lo malo
no es tener heridas y que sangren, porque son heridas de amor por los nuestros;
lo malo es que supuren y provoquen rebotes, rencores….
Superar la muerte
En el caso de mi
amiga, poner a su marido en manos de Dios y decir al Señor «sé que lo que Tú
permites es lo mejor aunque me cuesta mucho aceptarlo», es un acto de confianza
inmenso; como el del padre Jon. Que no se traduce automáticamente en superar la
angustia, el miedo, el dolor con sus propias fuerzas.
Pedir
ayuda con humildad le ayudará a poder vivir con serenidad lo que ha aceptado
pero le cuesta sangre, sudor y lágrimas y que esa herida cicatrice: nunca
desaparecerá pero dolerá menos. Y estoy convencida de que al encontrarse mejor
también mejorará su relación con el Señor.
María Álvarez de las Asturias
Fuente:
Aleteia