La consolación de Dios es como esa mano que me acaricia justo donde me duele y me da la paz que me permite después consolar a otros
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«Consolad, consolad a mi pueblo. Ya está cerca su
salvación para quienes le temen, y la Gloria morará en nuestra tierra».
Dios viene a consolar a su pueblo, trae la
salvación.
A menudo la desolación viene a mi corazón por las cosas que ocurren en mi vida. Son dolores que me llenan de pena y angustia. ¿Quién me puede consolar?
Un pasado que sigue doliendo
Me quedo mirando al pasado, atado a lo que no
puedo cambiar. Sucedieron cosas difíciles que no perdono, que no me perdono.
Tengo heridas que no sanan,
no cierran. Cuentas pendientes que no acabo de saldar. Hice algo de lo que me
arrepiento.
Me causaron un daño que no logro perdonar. Me
trataron de una forma humillante e injusta. No sucedió aquello que tanto
deseaba. No encuentro consuelo.
Esa herida duele y sangra. ¿Dónde voy a encontrar
la consolación? No me la dan los demás, no pueden. No logran reparar lo que no
tiene arreglo.
Con frecuencia veo en mí reacciones que son
desproporcionadas. Vienen de algún lugar dentro de mi alma.
En lo más hondo de mí
falta el consuelo. No estoy reconciliado con mi historia. Esa pena se adueña
de mí como una marea negra.
Y no entiendo, porque no es tan
grave lo que ha sucedido. En ese momento me doy cuenta de
algo. Me falta consuelo en mi interior.
La mano que acaricia
Dios viene a consolarme en
mis dolores ocultos, escondidos dentro de mí. Viene a darme el perdón, para que pase página,
para que me libere de esos rencores y resentimientos que me duelen en lo más
hondo.
La consolación de Dios es como esa mano que
me acaricia justo donde me duele. Mis reacciones repetitivas y
exageradas revelan que algo está herido, en desorden en mi interior.
Me muestra Dios así que quiere nacer en ese lugar
interior para traer la paz y la calma. Quiere consolar mis miedos y mis
dolores.
Yo quiero llenar de luz mi cueva oscura. Ese lugar
casi desconocido para mí mismo. Jesús nace en ese establo de mi mundo
interior.
Allí donde no hay sol, ni esperanza. Allí de donde
brotan tantos sentimientos de frustración, de miedo, de ira, de tristeza.
Viene a consolarme en todo lo que no logro aceptar
en mí. Llega a mi memoria más olvidada, a mis recuerdos
más escondidos. Viene a consolar mi historia sagrada en la que Él manifiesta su
poder.
Pero también sé que no siempre seré consolado y en
todo. Decía santa
Teresita del Niño Jesús:
«No vaya a creer que nado en las consolaciones.
¡Oh no!, mi consolación consiste en no tener ninguna en esta tierra. Sin
dejarse ver, sin dejar oír su voz».
No siempre la paz
va a llegar de forma casi mágica. No siempre se me regala una gracia que no
puedo exigir. Pero sí puedo suplicar cada día que me consuele Dios.
Adviento
tiempo de consuelo
El Adviento es un tiempo
para suplicar el consuelo. Y al mismo tiempo es una oportunidad para consolar a
otros y traer esperanza a los corazones desesperanzados.
Isaías dice que ha sido enviado a «curar a los
de corazón quebrantado y consolar a los afligidos». Yo puedo
consolar a otros, y traer paz. Comenta el papa Francisco:
«No olvidemos las obras de misericordia
espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir
al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia
las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos».
Obras de misericordia. Una de ellas me pide
consolar al triste, aliviar al que tiene el corazón roto, al que está hundido
en su dolor, en su amargura.
Yo puedo
consolar, ¿cómo?
Yo puedo ser motivo de alegría y de esperanza.
Puedo ser bálsamo para los que están sufriendo. Me gustaría serlo.
No siempre tengo esa capacidad. No siempre
trato con cariño y delicadeza al que lo necesita ni acojo
al que espera ser acogido.
Tantas veces trato con bondad al que está más
herido. No me doy cuenta y paso por alto sus necesidades. No soy instrumento de
sanación, no traigo consuelo.
Me gustaría en este Adviento tratar de consolar al
que está desolado. No podré reemplazar a Dios en su vida. No podré llegar tan
lejos como llega el Espíritu Santo.
Pero es posible ponerme en manos de Dios para que
haga milagros conmigo. Cuando estoy consolado, cuando tengo paz,
cuando ha desaparecido la rabia de mi corazón, entonces puedo consolar mejor a
los demás.
Conocerme, aceptarme, perdonarme, perdonar, dejar
que la luz de Dios entre en mi cueva oscura, es el único camino para poder ser
yo instrumento de sanación y paz para muchos.
Si dejo que Jesús nazca en mí aunque me resista
con tanta violencia. Y dejo que su luz acabe con mis sombras. Si nace en mí
Jesús, sé que algo va a cambiar en mi interior.
Y entonces podré aliviar al afligido, consolar al
que está roto. Podré hacer un camino desde dentro hacia fuera. Desde lo más
hondo de mi cueva a la luz que me espera.
Carlos Padilla Esteban






