Ocasión privilegiada
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| Cathopic. Alexandra Pacheco |
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En
tiempos de pandemia se nota más vivamente la necesidad de un Salvador o, dicho
de otra forma, se palpa de modo tangible la limitación e insuficiencia humana.
La pandemia constituye una ocasión privilegiada para vivir más intensamente el
adviento, el espacio para preparar la Navidad, pues nos recuerda nuestra
limitación y fragilidad, la precariedad de nuestras posibilidades.
Sin embargo, nos ha servido para darnos cuenta de que muchas
veces todos nuestros avances científicos y tecnológicos, todo nuestro poderío
económico, pueden aparecer impotentes frente a un enemigo inesperado y
sorpresivo, que a la postre es minúsculo. La precariedad y fragilidad de la
existencia se tornan evidentes.
Digamos
que ese clima es propicio para una vivencia auténtica del adviento. Tiempo de
espera, de expectativa, que se solapa armoniosamente con la espera del fin de
la pandemia. ¿Qué es lo que esperamos? En el adviento esperamos un Salvador,
que paradójicamente ya vino, pero todavía no es patente el fruto de su venida.
Pudiera parecer incluso un fracaso, pues vino para salvar al mundo, y hoy la
humanidad está moralmente sumida en el pecado, atemorizada físicamente por una
enfermedad. El cuadro no podría ser más desalentador.
Sin
embargo, la espera desde el ángulo de la fe no podría ser más gozosa.
Profesamos que Cristo ya vino, que nuestro Salvador llegó y no fracasó, por el
contrario, nos salvó, aunque todavía no se manifiesten plenamente los frutos de
esa salvación, solo sus indicios claros.
Esa es la alegría que precede a la Navidad, la certeza, que solo
puede dar la fe, de que el mal ha sido vencido de manera definitiva, de una vez
y para siempre. Pero ahora estamos en el periodo de la historia en el cual se
anhela la segunda venida del Salvador, aquella en la cual lo ganado en la
primera se manifieste de modo contundente e irrevocable.
Por
ello, el clima espiritual de la Iglesia es análogo a la ansiosa espera de
Israel por su Mesías. Análogo, pero más agudo, porque palpamos de modo tangible
nuestra limitación, primero moral, ahora, gracias a la pandemia, física.
Es
patente cómo una y otra vez intentamos “arreglar el mundo” sin conseguirlo,
cómo cada generación de hombres debe luchar contra sus propios demonios, en una
especie de agotadora carrera sin fin que remeda la tragedia de Sísifo. A veces
parecen flaquear nuestros recursos morales, victimas del cansancio, la
desesperanza y el desaliento.
Si
a ello se añade la incertidumbre respecto a la salud, se torna más urgente la
necesidad de elevar los ojos al cielo y clamar pidiendo ayuda, reconociendo que
nosotros solos no podemos. Una vez más, como siempre, necesitamos de Dios.
El
adviento es el tiempo en el que por excelencia tenemos una mayor lucidez y
clarividencia de nuestra necesidad de Dios o, dicho a la inversa, de nuestra
insuficiencia. Pero, al mismo tiempo, es la ocasión de la esperanza por
excelencia, porque tenemos la seguridad de lo que aún no poseemos y anhelamos
con fe.
Para
quien vive bien el adviento no hay duda, Dios vendrá en el momento más
oportuno, a enjugar toda lágrima y dar fin a la titánica lucha por crear un
lugar armonioso para vivir, donándonos la vida eterna. Esta esperanza
sobrenatural, con mayúscula, nos ayuda a sobrellevar las otras esperanzas, con
minúscula, que de alguna forma penden de ella; por ejemplo, la inmediata
esperanza de alcanzar el fin de la pandemia y volver a nuestra vida normal.
En cualquier caso,
el adviento nos recuerda que la verdadera vida no es esta, surcada por
limitaciones, sino la vida eterna, donde ya no hay sombra del ocaso, ya no hay
temor de perder lo que Cristo gratuitamente nos ha donado, de una vez y para
siempre. A nosotros nos toca, en este tiempo de inmediata preparación para la
Navidad, fomentar en nuestro interior ese anhelo del Salvador.
Fuente: Zenit






