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“Dichosos los que lloran,
porque serán consolados” (Mt 5, 4). ¿Cómo interpreta usted esta Bienaventuranza
cuando trabaja en un lugar de tanto sufrimiento?
Es una Bienaventuranza provocadora que hay que
recibir sin interpretarla en exceso. Efectivamente, hay muchas personas que
viven cosas descabelladas, que lloran, que no reirán mañana ni pasado mañana y
que no serán consoladas.
Quien llora, llora generalmente delante de
alguien, incluso si es en forma de ausencia, alguien en quien se apoya, alguien
a quien ama; en cualquier caso, no está en una soledad totalmente desolada. Por
desgracia, en prisión vemos muchas personas que ya no pueden llorar.
¿La ausencia de lágrimas
es preocupante?
¡Mucho más que las lágrimas! O bien es signo de
una anestesia del alma o bien de una soledad demasiado grande. Hay un
sufrimiento horrible en unos ojos secos.
Una de mis pacientes encarceladas presentó durante
varios meses lesiones cutáneas en varias partes del cuerpo. No sabíamos
tratarla. Sin embargo, un día me dijo: “¿Sabe? Mi piel que supura es mi alma
que sufre. Son las lágrimas que no consigo llorar”.
¿La tercera
bienaventuranza no ofrece la promesa de consuelo en el Reino?
Ciertamente, ¡pero el Reino comienza ahora! Simeón
el Nuevo Teólogo decía en el siglo X: “Que diga adiós a la vida eterna quien no la
ha encontrado aquí abajo”.
Lo que se nos promete no
es solamente un consuelo en el más allá, sino también la seguridad de que del
corazón mismo de la desgracia puede brotar la alegría.
Es el peligro del utilitarismo: hoy en día ya
no conseguimos pensar que podamos estar a la vez en la tristeza y en la paz.
Sin embargo, las lágrimas nos aseguran que sí.
En su obra Des larmes,
usted escribe: “Nuestras lágrimas se nos escapan y no se pueden analizar
totalmente”.
¡Porque nunca somos totalmente transparentes con
nosotros mismos! Es un mito, un espejismo contemporáneo,
que exista pura transparencia para uno mismo y para los demás.
Tenemos que aprender a
soportar nuestra opacidad y nuestra finitud: crecer en madurez, de
eso se trata.
Se lloraba más en la Edad Media. Sin embargo, las
lágrimas van a agotarse con la modernidad. ¿Por qué? Porque nuestra
modernidad tiene por motor el control. Imaginamos que
porque vemos, sabemos, y que porque sabemos, podemos. ¡Pues no es así!
Las lágrimas son un líquido que perturba la
mirada. Pero vemos a través de ellas cosas que no veríamos en una pura visión
de superficie.
Las lágrimas dicen lo que
hay en nosotros de borroso, de opaco, de deformado, en una palabra, de humano,
pero también hablan de lo que hay en nosotros más grande que nosotros mismos.
¿Cómo
se distinguen las lágrimas “verdaderas” de las “lágrimas de cocodrilo”?
Una niña pequeña respondió un día a su madre que
le había preguntado por qué lloraba: “Cuando lloro, te quiero mejor”. Las
verdaderas lágrimas serían las que ayudan a amar mejor, las que se dan sin
haber sido buscadas.
Las falsas son las que no tienen nada que ofrecer,
sino que quieren obtener alguna cosa o que se dan como espectáculo.
Se puede ilustrar esta distinción con Jean-Jacques
Rousseau y san
Agustín. El primero no deja de contar sus lágrimas, escenificándolas
y viéndose a sí mismo llorar, lo cual no me conmueve en absoluto. El segundo
llora porque mira a Cristo que lo ha conmocionado y espera que sus lágrimas nos
dirijan a Él.
Dime cómo lloras y te diré
quién eres…
Las lágrimas revelan algo
de nosotros mismos, pero también nos despiertan. Porque sólo los vivos
lloran. Y quien llora tiene el corazón ardiendo. Su capacidad para padecer,
incluso para compartir, se despierta.
Llorar es sentirse
afectado por algo que nos supera y esperar un consuelo. No es por nada que
los Evangelios cuentan que, en la mañana de la Resurrección, fue María
Magdalena, la que había llorado más, quien recibió la mayor alegría (Jn 20,
11-18).
¿Qué nos dice María
Magdalena sobre este don de las lágrimas?
Ella combina los papeles de la mujer pecadora que
llora a los pies de Jesús, de María (la hermana de Lázaro) que llora a su
hermano muerto y la de quien permanece llorando ante la tumba vacía.
Los monjes del desierto tomaron estas tres figuras
incitando al creyente a llorar lágrimas de penitencia, lágrimas de
compasión y lágrimas de deseo de Dios.
María Magdalena nos enseña también que quien está
desgarrado por las lágrimas está, al mismo tiempo, unificado en ellas.
Es la misma mujer que llora de desesperación a la
muerte de su Señor y de alegría al verlo de nuevo. Es la misma que llora sus
pecados y vierte lágrimas de reconocimiento porque es perdonada.
¡Ella encarna la tercera Bienaventuranza! En sus
lágrimas hay, como en todas, un poder paradójico de transformación.
Cegadoras, dan la vista. De dolor, pueden también convertirse en bálsamo.
Ella llora tres veces ¡y
Jesús también!
Exactamente. En tres momentos, las Escrituras
manifiestan que Jesús llora. Por Jerusalén y el endurecimiento del corazón de
sus habitantes. Luego, llora con la muerte de Lázaro unas lágrimas tristes y
dulces del amor herido por la muerte. En ese momento, Jesús llora por la muerte
del hombre: llora a cada hombre, cada mujer, cada niño que muere.
Por último, Jesús llora en
Getsemaní…
Sí. En el huerto de los olivos, las lágrimas
del Mesías atraviesan la noche para subir hacia Dios que parece estar oculto.
Aunque Jesús es el Hijo de Dios, entonces es Dios quien llora y quien suplica.
Sus lágrimas envuelven
todas las súplicas de todos los tiempos. Sus lágrimas las llevan hasta el fin
de los tiempos, hasta que venga ese día nuevo en el que, como promete el
Apocalipsis, Dios tendrá su morada definitiva con los hombres. ¡Entonces Él
enjugará cualquier lágrima de nuestros ojos!
¿Las
lágrimas de Cristo “llevan” cada una de nuestras lágrimas?
¡Desde entonces, ninguna lágrima se pierde ya! Porque
el Hijo de Dios lloró lágrimas de angustia, de desolación y de dolor,
cada persona puede creer, efectivamente, que cada una de sus lágrimas está
desde entonces cosechada como una perla fina por el Hijo de Dios.
Cada lágrima de un hijo del hombre es lágrima del
Hijo de Dios. Es lo que el filósofo Emmanuel Levinas presintió y expresó en
esta fórmula fulgurante: “Ninguna lágrima debe perderse, ninguna muerte debe quedar sin
resurrección”.
En este descubrimiento radical se inserta la
tradición espiritual que va a desarrollar el don de las lágrimas: si Dios mismo
llora, es que las lágrimas son un camino hacia Él, un lugar donde encontrarlo. puesto
que se mantiene allí, una respuesta a su presencia.
También deberían ser más recibidas que pensadas,
como recibimos a un amigo o el regalo de un amigo.
Entrevista
realizada por Luc Adrian
Fuente: Edifa