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O, quizás, el peso de la soledad
un poco más cargante, la herida del duelo más viva que de costumbre… La
Navidad, sí, también es eso, en lo concreto de nuestras vidas… pero ¿es sólo
eso y primero eso?
La Navidad nos invita a
maravillarnos ante el amor de Dios por nosotros
Los días siguientes a la Navidad
no pueden parecerse, por tanto, a esos días de después de otras fiestas,
tristes o alegres, pero que siempre están impregnados de cierta nostalgia por
aquello que fue y no será más. Porque la alegría de Navidad no se nos
ha dado solamente por algunas horas o algunas decenas de minutos durante la
misa de Navidad.
Y la celebración de la Natividad
no es un mero cumpleaños que sólo dura el tiempo de soplar las velas. No es
cuestión de dejar enterrado lo que Dios nos ha ofrecido por Navidad.
Expliquemos a los niños que es un poco como si metiéramos en un armario o
tiráramos a la basura todos los juguetes nuevos. Esta lástima les resultará muy
vehemente.
En Navidad, hemos recibido un
regalo mucho más grande y hermoso que todos los demás, pero como no se ve, nos
arriesgamos a olvidarlo hasta el año próximo. Pero ¿qué puede cambiar la
Navidad en nuestras vidas?
El amor de Dios
Dios nos ama tanto que, por
nosotros, se hizo hombre. Él, que es el Creador omnipotente, nació pobre y
desamparado como todos los bebés que dependen por completo de sus padres. Dios
se da a nosotros y se nos revela no en la magnificencia, la riqueza y el poder,
sino en la pequeñez y en la pobreza.
¿Cómo podríamos entonces buscar
los honores, la riqueza y el poder mientras que Dios mismo nació en la pobreza,
cuando se hizo un niño pequeño? Dios nos enseña a aceptar profundamente
nuestros límites, nuestras dependencias.
Jesús no sufrió su condición de
hombre, sino que la amó. Él nos conduce a amar nuestra condición de
personas, con todos los límites, las exigencias y las dependencias propias
de cada edad. Jesús no se hizo semejante a un niño pequeño, se hizo niño de
verdad. Dios se hace próximo a nosotros. Él es “el totalmente Otro” y, sin
embargo, se pone a nuestro alcance.
Su amor busca amansarnos dulcemente,
sin causarnos temor.
La Navidad nos invita a
maravillarnos ante este amor y a dejarnos llevar por él, a no olvidar nunca –ni
siquiera más tarde en el año cuando celebramos otras fiestas litúrgicas– toda
la ternura, la pureza y la simplicidad que nos son reveladas en el portal de
Belén.
Todo le importa
Delante del belén, vemos y
creemos más allá de las apariencias. Dios se hace carne. Muy concretamente, eso
implica que nos es dado encontrarnos con Dios, servirle y amarle a través de
todo lo que constituye nuestra vida humana. No está Dios por un lado y por otro
nuestra existencia carnal.
No hay en nuestra vida unos
momentos para Dios y otros que no Le conciernen. No somos seres divididos
en dos: el alma para Dios y el cuerpo ajeno a Él. Es esencial no olvidar esto,
en particular en el ámbito de la educación religiosa.
La educación de la fe no
concierne solamente a una parte de la existencia o de la personalidad de
nuestros hijos: es de verdad una educación de toda la vida. Nada de lo que
hagan nuestros hijos, nada de lo que vivan es ajeno a Dios: todo es
susceptible de acercarles o alejarles de Él, incluyendo las preocupaciones y
los gestos más materiales.
Dicho esto, es importante
subrayar que la educación de la fe no podría ser una mera educación para la
vida: hace falta un anuncio explícito de la existencia de Dios que, encarnado,
no es menos que el “totalmente Otro”. No es raro, por ejemplo, escuchar decir
que el primer despertar en la fe debe ser un despertar a la vida, al mundo que
rodea al niño, a los demás, etc.
Vida de oración
Es cierto si entendemos por ello
que el despertar en la fe no debe estar desencarnado y dividido de la vida
cotidiana del niño. Pero es falso si este “despertar a la vida” sustituye a
toda instrucción religiosa y toda vida de oración.
Además, aunque es cierto que Dios
nos da de encontrarle y amarle en cada instante de nuestros días y a través de
todo lo que vivimos, no hay que olvidar que lo que da “aliento” –el aliento del
Espíritu Santo– al menor de nuestros gestos, ya sea lavarse los dientes o pelar
una fruta, es la oración.
Es porque dedicamos al menos diez
minutos diarios a la oración, solamente para Dios, que podremos encontrarle y
amarle durante los demás minutos.
La educación de la fe no debe de
ningún modo desviar a los niños de su vida de niños, no debe hacer de ellos
seres desencarnados, más bien al contrario, pero debe también guiarles a vivir
al nivel del día a día, a presentir la dimensión sobrenatural de su
existencia y orientar todas sus elecciones en función de esa dimensión.
Porque así es como aprendemos la
Navidad: delante del belén, vemos y creemos más allá de las apariencias.
Delante de ese niño pequeño, se nos pide creer que estamos en presencia del
Hijo de Dios. Y quien mejor puede guiarnos por estos caminos de fe es la Virgen
María.
Más que cualquier otro, ella
sabía que su bebé era similar a los demás porque ella lo alimentó, le enseñó a
hablar, a caminar, etc. Pero más que cualquier otro, ella creyó, plenamente,
que este niño tan pequeño, que dependía por completo de ella, era
verdaderamente su Salvador.
Christine Ponsard
Fuente: Edifa