![]() |
Antoine Mekary / Godong |
No
celebramos la conversión de san Agustín ni la de san Francisco ni la del beato
Charles de Foucauld, sino la de san Pablo, porque es en cierto modo el arquetipo de toda
conversión cristiana.
¿Qué significa
exactamente convertirse?
Convertirse,
para san Pablo, no consistió solamente en renunciar a sus opiniones y cambiar
de conducta, sino en renunciar a la imagen que tenía de sí mismo, en morir a sí mismo para
revestirse de Cristo.
No
pasó únicamente del estado de fariseo al de cristiano practicante biempensante.
Se convirtió en una “criatura nueva en Cristo” (2 Co 5, 17).
Así es con cada cristiano.
La
llamada de Cristo a la conversión es una invitación a entrar en comunión con Él hasta el punto de
poder decir con san Pablo:
“Ya no vivo yo, sino
que Cristo vive en mí” (Ga 2, 20).
Desde
su conversión, esta es la única cosa que contaba verdaderamente a los ojos de
san Pablo. Ni la circuncisión ni la ley ni las obligaciones alimentarias, sino
Cristo.
Parecerse a Dios
La
vida cristiana es básicamente un proceso de conversión. Se trata de liberarnos de
toda forma de esclavitud para parecernos cada vez más a Dios mismo, que nos creó a su
imagen y semejanza.
Si
no nos convertimos, si no nos parecemos más a Cristo después de años de vida
“cristiana”, entonces nos arriesgamos a ser en este mundo meras caricaturas de
Dios y, asumámoslo, unos escándalos ambulantes para aquellos que sólo conocen
el Evangelio de oídas.
Como
decían los antiguos: Corruptio optimi, pessima, ¡la corrupción de
los mejores es la peor de todas!
Cuántas
veces habremos escuchado este tipo de comentarios de personas escandalizadas
por “católicos de domingo”: “Tú dices ser cristiano y te pasas el tiempo
haciendo esto o sin hacer eso otro”.
Y
es que la auténtica vida cristiana no consiste solamente en ir a misa el
domingo y en creer en los 598 números del resumen del Catecismo de la Iglesia
Católica (aunque eso es estupendo, evidentemente).
La
vida cristiana consiste en convertirnos hasta el punto de volvernos cada vez
más hombres y mujeres evangélicos, viviendo en este mundo “a imagen y semejanza de
Dios”.
Así
que lo esencial de la conversión cristiana puede decirse en dos palabras: divinización y liberación. Convertirnos es unirnos a Dios y
liberarnos de lo que le es contrario.
Dios nos une a su propia vida
El
Oriente cristiano no duda en hablar de “divinización” para expresar esta
vocación cristiana.
“Porque tal es la razón por
la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el
hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina,
se convirtiera en hijo de Dios”, dijo san Ireneo de
Lyon (siglo II).
San
Atanasio de Alejandría (siglo IV) añadió: “Porque el Hijo de Dios se hizo
hombre para hacernos Dios”.
Incluso
santo Tomás de Aquino (1225-1274) coincidió: “El Hijo Unigénito de Dios,
queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para
que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”.
Hoy
en día dudamos a la hora de emplear un lenguaje así. Y sin embargo, no hay nada
más clásico y más verdadero que esto: Dios, desde la creación de la humanidad,
no tuvo otro propósito que el de hacer al hombre semejante a Él.
El
pecado de Adán y del hombre condenó ese plan original, pero la obediencia de
Cristo hasta la Cruz lo restableció. En Cristo, llegamos a “participar de la
naturaleza divina” (2 P 1, 4).
Ciertamente,
no somos divinos desde el punto de vista de la naturaleza –seguimos siendo
humanos–, pero lo somos desde el punto de vista de la vida divina que fluye
en nuestra alma desde el bautismo.
Dios
nos unió a su propia vida. La gracia que desborda en nuestra alma es una
participación en su propia vida.
El Demonio entorpece
Pero,
si esto es cierto, ¿cómo es que cambiamos tan poco? ¿Por qué nos resulta tan
difícil convertirnos de verdad?
En
parte, es porque no hacemos nuestra esta verdad. Creemos demasiado
vagamente que somos hijos de Dios, así que no entramos
de lleno en el misterio que nos es dado vivir aquí y desde ahora.
Como
lo que somos profundamente no es muy visible aún aquí abajo, siempre nos vemos
llevados a disminuir el misterio de nuestra vida cristiana.
El
Demonio, que comprende muy bien cuál es la cuestión, nos pone a prueba (¡y nos
detesta!) de la misma manera que puso a prueba (y detestó) a Jesús en el
desierto, intentando hacernos dudar de nuestro ser profundo: “Si eres el Hijo de Dios”,
es decir: “Si eres lo que pretendes ser, ¡eso debería verse un poco más!”.
El
Demonio quiere cegarnos sobre nuestra identidad real (Dios en nosotros y
nosotros en Dios).
Y
es la trampa en la que caemos cada vez que intentamos construir nuestra
personalidad sobre algo distinto a Dios. Asumimos entonces determinada cualidad
superficial para nuestro yo profundo y, en definitiva, es una forma sutil de
idolatría.
Pero
nos gusta adorar a ese “yo” querido que pensamos que somos; y como percibimos
que la conversión nos lo va a arrancar, nos resistimos, dejamos para mañana la
Hora de Dios y la nuestra.
Una conversión es una liberación
Toda
conversión es un misterio pascual: un misterio de crucifixión y de resurrección, porque convertirnos
en “una criatura nueva” sólo puede hacerse bajo el precio de la muerte del “hombre
viejo” (es decir, a menudo, ¡el hombre nuevo que creemos ser!).
Sin
embargo, aunque sea algo a lo que todos estemos muy apegados, se trata de la
imagen que nos hacemos de nosotros mismos (sea positiva o negativa, además).
Saulo,
que pensaba llegar orgullosamente a Damasco para hacer cautivos allí a los
discípulos de Cristo, debió, tras su encuentro con Jesús, hacer su entrada en
la ciudad ciego y guiado de la mano.
Fue necesario que su “ego”
fuera roto para que su “yo profundo” pudiera emerger. Fue necesario que el
fariseo que era fuera “crucificado” con Cristo para poder resucitar cristiano.
Las dificultades de convertirse
En
el tercer relato de su conversión, en el capítulo 26 de los Hechos de los
apóstoles, hay un detalle que nos indica cuán duro debió ser el combate con
Dios para Saulo. Convertido en cristiano, cuenta esta frase que le dijo Cristo
en el camino:
“Saulo, Saulo, ¿por qué
me persigues? Te lastimas al dar coces contra el aguijón”.
Dar
coces contra el aguijón es lo que hace un buey cuando se niega a avanzar aunque
reciba la aguijada del boyero. Jesús compara así a Saulo con un buey que
resiste y se hace daño a fuerza de resistirse.
Es
conmovedor, además, ver que no le dice: “Me faltas al respeto al resistirme” ni
“Eres cruel y vas a conocer mi cólera si continúas así”. Tampoco le dice: “Me
resulta difícil soportar esto”, sino: “Te resulta difícil”, “Es duro para ti”.
Es un poco como si dijera: “Sobre el daño que me haces no hablaré, ¡pero mira
un poco el daño que te estás haciendo a ti mismo!”.
La
conversión cristiana no es solamente una conversión moral o una liberación del
pecado (Pablo no nos dice: “Antes obraba mal, ahora hago el bien”); es una
conversión que afecta a todo nuestro ser personal en lo más profundo, una
liberación con respecto a todo aquello que, en nuestra persona, se resiste a
Dios.
Por
Fray Thomas Joachim
Fuente: Edifa