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Aunque no es sorprendente ver a los hermanos
peleando, sigue siendo algo agotador para el sistema nervioso de los padres. Cuando
alcanza un cierto nivel de intensidad y, sobre todo, de regularidad, la
recurrencia marca un hábito que se arraiga, un modo de funcionamiento del que
pronto no habrá salida. Pero no debemos desanimarnos, existen soluciones para
romper este círculo vicioso.
Un
diagnóstico para reflexionar sobre los conflictos cotidianos
Porque el ojo atento podrá aprovechar la
oportunidad adecuada para intervenir, el momento adecuado para hacer
reflexionar a los niños sobre estos conflictos cotidianos, esta pequeña guerra
de desgaste que, aparentemente inocua, puede a la larga debilitar las
relaciones y herir profundamente los corazones.
En el momento oportuno, las palabras pacíficas del
adulto podrán expresar la tristeza de los combatientes que reconocerán que esto
les hace infelices. Esta tristeza es una señal de que no saben cómo salir de
esta manera de relacionarse. Se ha consolidado en este modo de expresión porque
les falta conocer otras formas de actuar. Este diagnóstico inicial es muy
valioso, porque nos permite expresar que, en el fondo, nos queremos—siempre es
bueno decirlo y escucharlo—y que nos gustaría que las cosas fueran diferentes.
El amor,
más que nada un mandamiento, y no tanto un sentimiento…
Entonces, podemos aprovechar la oportunidad para
explicar a los niños que si los lazos humanos—especialmente los que no hemos
elegido (no elegimos nuestra familia)—pueden mejorar con el esfuerzo de todos,
vemos que el amor es sobre todo un mandamiento y no principalmente un
sentimiento.
Esto significa que como
familia, Dios nos ha dado la oportunidad de amarnos de una manera divina, y no sólo de una
manera humana. La experiencia demuestra que amarse a nivel humano es difícil.
Vivimos esto a una edad muy temprana—el ser humano es fundamentalmente voraz y
celoso, discute y pelea, a veces es dominante y otras dominado. Así que hay
que aprender a amar como Jesús. Y Él puede exigírnoslo porque nos da el don
de ser capaces de amarnos los unos a los otros.
Esta conciencia que comienza en la edad de la
razón es saludable. Con ella viene una razón válida para rezar por los demás.
Dios no nos puso juntos para formar así como así una «familia cristiana que es
buena en todos los sentidos». Nos ha confiado unos a otros para que
podamos aprender a amar a nuestro prójimo.
De esta forma, nuestra
familia es el lugar donde aprendemos a practicar la caridad, y a amar según
Dios: un
amor que en última instancia se extiende más allá de nuestra familia. Pero este
paso sólo será posible si nos damos cuenta de que nuestro amor a nivel de carne
y hueso es fácilmente agotable y agotador. ¡Felices los hermanos que aprenden a
mirarse con los ojos de la fe!
Abad Vincent de Mello
Fuente: Edifa






