Un bello relato de un monje
ermitaño para descubrir que Dios no ama el esfuerzo por el esfuerzo, sino que
lo que mide es el amor con que las cosas se hacen
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| Denis Burdin I Shutterstock |
Pensamos que cruzar el desierto con Jesús implica vivir la sed, el
despojo, la soledad y el abandono. Pero el desierto es también
una fuente, una liberación, un lugar donde podemos estar
llenos y profundamente
acompañados.
Cada uno, en esta Cuaresma, está
llamado a ir a los desiertos de su corazón, pero no de una forma negativa,
vista desde la privación; puede también hacerlo desde la mirada de un Dios que
siempre quiere ser el agua viva.
El desierto de mi corazón puede ser
una sed inmensa que está clamando por beber de esa agua; puede ser una soledad
abrumadora que esté gritando presencia; o experimentarse como un abandono que
no es vacío sino intimidad; también puede significar un despojarnos de todo
aquello que esclaviza el corazón y le impide ser libre.
El monje y su estrella
“La leyenda dorada de los Padres del
Desierto cuenta la historia de aquel viejo monje que todos los días debía
cruzar un largo arenal para ir a recoger la leña que necesitaba para el fuego.
En los días de verano, cuando el sol ardía, el camino se hacía interminable
para el anciano monje. Por fortuna, en medio del arenal surgía un pequeño oasis
en cuyo centro saltaba una fuente de agua cristalina que mitigaba los sudores y
la sed del eremita.
Hasta que un día el monje pensó que debía ofrecer a Dios
ese sacrificio: nunca
más se inclinaría hacia la fuente y regalaría a Dios el sufrimiento de su sed. Y
al llegar la primera noche, tras su sacrificio, el monje descubrió con gozo que
en el cielo había aparecido una nueva estrella, brillante, tan
alegre como la fuente a la que había renunciado.
Desde aquel día el camino se
le hizo más corto al monje. El sudor era casi una alegría. Renunciar a la
fuente se había vuelto sencillo, porque el gozo de ver «su» estrella encenderse
cada noche en el cielo era mucho más intenso que la sed que el sol del camino
producía. Y el monje se habituó al descubrimiento diario de aquella estrella
que le testificaba que Dios estaba contento con él.
Hasta que un día tocó al monje hacer su camino
junto a un joven novicio. El muchacho, cargado con los pesados
haces de leña, sudaba y sudaba. Y cuando vio la fuente no pudo reprimir un
grito de alegría: «Mire, padre, una fuente».
En un segundo cruzaron mil
imágenes por la mente del monje: si bebía, aquella noche la estrella no se
encendería en su cielo; pero si no bebía, tampoco el muchacho se atrevería a
hacerlo. Y, sin dudarlo un segundo, el eremita se inclinó hacia la fuente y
bebió. Tras él, el novicio, gozoso, bebía y bebía también.
Pero mientras le
miraba beber, el anciano monje no pudo impedir que un velo de tristeza cubriera
su alma: aquella noche Dios no estaría contento con él y no se encendería su
estrella. Pero nada dijo de esta tristeza. Porque eso habría entristecido
también al muchacho.
Y al llegar la noche el monje apenas se atrevía a levantar
los ojos al cielo, que hoy le parecería vacío. Lo hizo, al fin, con la tristeza
en el alma. Y sólo entonces vio que aquella noche en el cielo se habían encendido
no una, sino dos estrellas.
Aquel día entendió el monje esa
frase evangélica que dice que Dios ama más la misericordia que todos los
sacrificios. Entendió que Dios no ama el esfuerzo por el esfuerzo, sino
que lo que mide es el amor con que las cosas se hacen.
Descubrió que el hacer
feliz al prójimo es más meritorio que todas las privaciones.
Supo que uno no
debe mortificarse nunca mortificando a los demás. Vio que en el
alma de los hombres se encienden tantas estrellas como hombres amamos”
(José Luis Martín Descalzo, Razones para
vivir).
El desierto es un lugar de vida (aunque parezca paradójico).
Porque nos hace ver con mucha claridad nuestra sed que necesita
ser regada, nuestra soledad que nos invita a una intimidad más profunda y,
sobre todo, nos hace experimentar la misericordia de un
Dios que nos permite estar en el desierto para que podamos ver resplandecer sus
estrellas en el firmamento.
Luisa Restrepo
Fuente: Aleteia






