Si en el Nuevo Testamento, no vemos ni oímos a Jesús reír, no quiere decir que no tuviese sentido del humor
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La sonrisa habita en el corazón
antes de iluminar el rostro
Cierto, no es posible beatificar la risa. Cualquier risa. Como dice un Padre de la Iglesia, “aquél que ríe con Satanás no podrá gozarse con Cristo”. Hay un reír malo, lo sabemos bien: la ironía hiriente, la burla despectiva, la desvergüenza de baja estofa contra el cual el Apóstol Pablo advierte a sus comunidades (Ef 5, 4). Como indica la expresión estallar en carcajadas puede ser el signo de una pérdida de control finalmente deshumanizadora.
Sin embargo, hay una risa buena,
tónica, amistosa, incluso moral. Los verdaderos cómicos son los que aman a los
otros. Con ellos, reír reconforta. En su caso, humor y humildad se dan la mano,
tienen la misma raíz: el humus de nuestra común condición humana. Con ellos,
experimentamos no la carcajada, sino la alegría. Tal vez se ría menos, con esa
risa espasmódica que finalmente decae y nos deja con nuestras tristezas no
sanadas. Pero sonreiremos mucho más; la sonrisa es la alegría que permanece;
habita el corazón antes de iluminar el rostro.
En su santa humanidad, Jesús
experimentó e irradió una alegría divina
En los evangelios, Jesús no
carece de humor. Lo necesita, por otra parte, ante la torpeza de los discípulos,
que piensan en el panadero cuando Jesús habla de la levadura de los fariseos, o
que, tras dos multiplicaciones de los panes, ¡temen morir de hambre! Me gusta
pensar en la sonrisa de Jesús. Se le ve en el evangelio compartir nuestras
alegrías humanas: las bodas de Caná, el parloteo de los niños que los
Apóstoles, demasiado serios, quieren alejar; las cenas distendidas, incluso y
sobre todo en casa de los pecadores; el asombro ante los lirios de los campos,
las puestas de sol, la semilla que se convierte en árbol… y también la alegría
litúrgica de las asambleas en la sinagoga; los peregrinajes al Templo; de la
“primera misa”, tan deseada, la noche del Jueves Santo.
Y también, la alegría de la
evangelización: Él resplandece de alegría por el Espíritu Santo y alaba al
Padre, que se da a conocer a los más pequeños. La alegría más profunda del
Padre y del Hijo, la de amarse tan plenamente: en Él Yo he depositado todo mi
amor. En su santa humanidad, Jesús ha experimentado e irradiado esta alegría
divina, más grande que cualquier otra, y que quiere convertirse en nuestra
propia alegría: “pero digo estas cosas mientras estoy en el mundo, para que
ellos se llenen de la misma perfecta alegría que yo tengo » (Mt 16,
5-12).
Padre Alain Bandelier
Fuente: Edifa






