Comienza la Semana más santa del año y después de cuarenta días de Cuaresma veo que yo no soy más santo que antes
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La santidad reposaba en el
cordero inmolado en la cruz, en el Hijo de Dios que amó a los hombres hasta el
extremo. Pero en torno a Él abundó esos días el pecado. Y donde abundó el
pecado, acabó sobreabundando la gracia que trajo su resurrección. Pero en esos
días lleno de oscuridad reinaron la noche, el odio, el dolor.
No soportaban sus milagros, ni
sus curaciones en sábado, ni el perdón de los pecados que proclamaba
abiertamente. Dijo que era el pan de vida eterna, y ellos no lo creyeron y lo
negaron. Esa Semana Santa se hizo fuerte el pecado de todos los que condenaban
a Jesús con sus palabras y sus silencios, con sus gritos y sus salivazos. ¡Qué
fácil puede resultar condenar al que me resulta molesto e incómodo! ¡Qué fácil
despreciar a quien no amo y desear incluso su muerte!
Había muchos que hablaban y
condenaban la actitud de aquel hombre que parecía blasfemo. No condenaban sus
milagros que podían ser dignos de admiración. No condenaban sus palabras que a
menudo edificaban el alma. Pero sí condenaban esas pretensiones que sentían
ocultas y ellos las imaginaban.
Es muy fácil imaginar en los
otros actitudes e intenciones que no tienen. O proyectar en el prójimo lo que
yo mismo siento y deseo. Es mi palabra contra la del otro. Yo no quiero caer en
esos juicios, en esos chismes y en esas críticas. No quiero hablar tanto,
prefiero callar. Pero a menudo me veo condenando a los que no actúan como yo
espero que lo hagan.
Critico a los que destacan, a los
que son admirados por otros más que yo y me despiertan envidia. Critico a los
que no se comportan como a mí me gustaría, y no siguen mis indicaciones. A los
que son infieles, pecadores o simplemente no cumplen la palabra dada, o no
realizan lo que les exigen a otros.
En esos días santos en Jerusalén
corrían muchos rumores, muchas críticas circulaban. Se hablaba y se callaba
para condenar a un hombre. Callaban los que tenían miedo. Hablaban los que no
querían que nada cambiase a su alrededor. Quizás porque sus obras no eran
buenas, o tal vez su corazón estaba lleno de pecado.
Y entonces surgía la condena de
sus labios. No importaba que muriese un hombre por el bien de muchos. Decía el
Papa Francisco que sólo la ternura me salva: «La ternura es el mejor modo para
tocar lo que es frágil en nosotros.
Porque normalmente es la no
aceptación de mi fragilidad la que me indigna con los demás, la que me violenta
y vuelve agresivo. La que me hace criticar y condenar porque no estoy en paz conmigo
mismo, con mi vida como es, con mi propia historia llena de sombras. La ternura
hacia mi corazón me vuelve tierno con la debilidad visible e incluso reconocida
de los demás. Esa ternura me vuelve misericordioso y compasivo.
Descalifico a los que tengo cerca
de mí, incluso a los que más quiero. El amor que les tengo no impide que los
critique, incluso frente a muchos. Condeno sus errores y no hablo bien de sus
decisiones nobles y puras. Me río de ellos y los condeno. Me quedo sólo en lo
que no hacen bien, resaltándolo. Jesús pasó haciendo el bien.
Yo no hago el bien muy a menudo.
Jesús observaba todo pero no lanzaba ninguna piedra acusatoria al ver la
debilidad del hombre. Sólo se rebelaba contra la hipocresía y la falsedad de
los que se creía más sabios. Hablaba contra los juicios que hacían los hombres
sobre los débiles. Yo no quiero hablar en estos días. Quiero aprender a
enaltecer a las personas sin vivir juzgando sus obras.
Guardo silencio. Sólo así seré
más de Dios y su presencia hará más santa mi vida
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






