La vida está llena de oportunidades para ofrecer sacrificios y penitencias, pero sólo tienen sentido cuando se hacen por amor
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«Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto,
no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón
quebrantado y humillado tú no lo desprecias».
Un corazón
quebrantado, roto, entregado, humillado es lo que quiere Dios. El sacrificio que me pide es mi entrega silenciosa y humilde
desde mi pobreza.
Entonces entiendo cuál es el sacrificio que vale la
pena. No quiero ese sacrifico por el que me vuelvo orgulloso. No es esa
renuncia que me hace creerme especial y exitoso.
Por amor
Dios quiere otro sacrificio. Cuando
sacrifico mi vida por amor y me humillo por amor.
En la carrera de la vida aspiro a tocar el cielo y
renuncio, para ser más libre. Y me lleno de luz para llegar más lejos.
El esfuerzo forma parte de mi entrega, porque recorro
la carrera que se abre ante mis ojos y me lleva a Dios.
No tengo miedo. Él hará posible lo que a mí me parece
imposible.
Quiero vivir con calma mis pasos. Con alegría la
pertenencia a ese Dios que camina conmigo. Comenta el padre José Kentenich:
«Amor y desprendimiento, o bien, amor y sacrificio,
sobre todo en el estado afectado por el pecado original, van inseparablemente
unidos en todas las etapas de la vida».
El amor y el
sacrificio van de la mano, no se pueden separar.
Sacrificio
Amar me lleva a desprenderme de lo que me ata y me impide amar. Me
lleva a sacrificar mis egoísmos y deseos enfermos que atenazan el corazón.
Mi amor se vuelve un amor sano cuando crece desde la
renuncia. Un corazón quebrantado y roto que ha renunciado a la perfección
humana.
No pretendo hacerlo todo solo. Mi corazón se ha
reconocido pequeño y ha sacrificado su orgullo y amor propio.
Es lo que más quiero en esta vida. Mi renuncia más
grande es aceptarme pequeño. Reconocer que con mi esfuerzo no puedo llegar a la
meta, porque es imposible.
No dejo de esforzarme, de caminar, de correr, de
luchar. Pero en última instancia me dejo llevar por Dios cuando caigo y toco mi
debilidad. No logro ser perfecto, no consigo vencer todas las tentaciones.
Pequeñez
En este tiempo de Cuaresma he abrazado mi fragilidad. Un corazón
quebrantado y humillado, no lo desprecia Dios, no lo rechaza.
Ante mi impotencia reconocida y asumida como parte de
mi camino, Dios se muestra impotente. No se rebela contra mi corazón humillado.
A Dios lo que le
molesta es el orgullo y la vanidad. Ama mi pobreza y acepta mi precariedad. Sabe que soy frágil, débil e inconstante.
Y ante mi corazón herido no deja de buscarme.
En esta Cuaresma me muestro pequeño ante Dios. Comenta
santa Teresita del Niño Jesús:
No tengo otro medio de probarte mi amor que arrojarte
flores, es decir, no dejar escapar ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada,
ninguna palabra, aprovechar todas las pequeñas cosas y hacerlas por amor«.
Aceptar
No busco el sacrificio para demostrarle a Dios cuánto le amo. Pero la vida misma me da muchas oportunidades de renuncia, de entrega.
Me lleva a callar para
no herir, a aguardar sin ser impaciente, a hablar con ternura para no manifestar mi rabia.
Dios me pide que le
entregue todo lo que vivo, lo que sufro, lo que me cuesta. No necesito buscar
nada especial. Sólo callar y aceptar la
vida como es.
Y aprender a guardar silencio para
que brote del corazón la voz de Dios. Renuncio al ruido que me saca de mi
centro, de mi alma, de mi mundo interior. Leía el otro día sobre ese ruido que
me hace daño:
«Este ruido suele tener de manera inconsciente una función que no
nos atrevemos a confesar: enmascarar y ahogar ese otro ruido que invade nuestra
interioridad. Dedicamos esfuerzos sin tregua a ahogar los silencios de Dios«
Del sacrificio a la
paz
Mi sacrificio es para que haya en mi interior más paz, más calma,
más luz, más presencia de Dios sin ruidos ni interferencias.
Rechazo esos ruidos que me alejan de Dios y me
enferman. Esos ruidos que me hacen vivir en la superficie.
Cavo en mi alma buscando la cueva silenciosa en la que
habita Dios, allí donde me ama en silencio.
Me esfuerzo por vivir en un silencio profundo en el
que escucho su voz. No quiero vivir en la superficie de la vida.
Me adentro allí donde
no tengo nada que demostrarle a Dios.
Nada que pueda acreditar mi valor.
Allí, yo solo,
quebrantado y humillado, recibo un amor misericordioso de mi Padre. Me ama con locura en mi indigencia. Y sabe que no tengo nada
que demostrarle.
Todos mis sacrificios
se reducen a amarlo a Él desde mi realidad, desde mi vida como es, desde las humillaciones que sufro cada
día, desde mis derrotas y fracasos. En el
sacrificio de mi orgullo se encuentra mi camino de santidad.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






