Mi experiencia personal en la Basílica de la Agonía, Tierra Santa
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Basílica de Getsemaní o Iglesia de Todas las Naciones, Jerusalén, Israel |
Al llegar, se encuentra uno
frente a frente con los famosos olivos milenarios, esos árboles bajos y de
apariencia enclenque que dan el fruto hasta que se mueren. El fruto no muere
con ellos. Y de sus ramas exhaustas emergen las nuevas que prolongan una vida
perenne y fecunda.
Es como un canto a la vida en
tiempos en que se instaura una cultura que prefiere reverenciar a la muerte.
Ellos, no obstante –pensé- nos confirman en la posibilidad de que la vida sea
la que tenga la última palabra. Allí estaban, como esperándonos e invitándonos
a entrar a aquella imponente construcción contigua que se alza sobre la inmensa
piedra donde Jesús rezaría toda una noche esperando, en vano, a que sus
apóstoles se le unieran.
Una turista más
Debo confesar que, antes de
entrar en ese templo, yo era una turista más. Impresionada, claro está, por los
sitios que iba conociendo y que me daban la sensación de estar, literalmente,
pisando el Evangelio. El mismo que leemos cada vez que asistimos a Misa y que
allí se nos presentaba en todo su dramatismo pero también en todo su esplendor.
Iba tratando de digerir todo aquello que se agolpaba ante nuestros ojos como un
video continuado, denso y sorprendente. Todo era tan viejo como nuevo para mí.
Pero cuando entré en aquella basílica, las cosas cambiaron.
Influye el ambiente de
impresionante silencio, los colores duros y oscuros, la tenue luz que se entre
apaga como si se resistiera a brillar en un lugar condenado a ser lúgubre. Todo
callado, La gente –sin importar si creyente o no- se inclina a respetar lo allí
ocurrido más de dos siglos antes. Mucho tiempo que, de repente, aflora como una
imagen hecha el día antes. Indescriptible lo que pude experimentar yo, que soy
poco dada a dramatismos ni llantos fáciles.
Nada más entrar e ir acercándonos
al altar, nos topamos con la famosa piedra. Más que piedra, roca por sus
dimensiones. No es alta pero sí larga, tanto, que comienza en el huerto de los
olivos y termina dentro del templo. Todos pueden acercarse, sin temor a ser
frenados, sentarse en los pequeños banquitos alrededor o bien reposar la frente
sobre la fría piedra para rezar. Un frío que debió incrementar el que Jesús, de
seguro, ya traía en su alma al saber el horror que le esperaba cuando
despuntara el alba. Luego vendría el Sanedrín, los azotes, la corona de
espinas, el camino al calvario, la crucifixión. Allí aposté, secretamente, que
lo más duro para Él debe haber sido el episodio que medió entre estos
capítulos: la traición. Judas vendiéndolo por unas pocas monedas, Pedro
negándolo…y quién sabe cuántos sufrimientos más, que el Evangelio no habrá
podido recoger.
El llanto del alma
Todo eso viene a la mente cuando
se traspasa el umbral de la agonía. Porque eso es lo que se experimenta una vez
dentro de la basílica. Recuerdo que las lágrimas comenzaron a aflorar de mis
ojos y caían en borbotones sobre mi blusa. No podía parar. Era un llanto
desconocido, profundo, largo y sostenido aunque discreto. No exagero si
describo que es lo más cercano que puedo concebir a un llanto del fondo del alma.
Alguien, conmovido, se me acercó y me abrazó pero nunca supe quien fue. Tal vez
alguien que entendía bien lo que me ocurría porque ni yo lo sabía.
Fue una reacción repentina. Pero
algo debe haber incubado en mi ánimo para soltar esas amarras. ¿Conocer la
Historia? ¿Estar conectada con ella desde siempre? ¿Una profunda indignación
por todo lo que le hicieron sufrir?
Después de todo, toda la vida he
temido leer sobre los detalles de la Pasión, fui de las que no pisaron una sala
de cine donde esas imágenes se proyectaran y cada vez que pienso en ello tengo
sentimientos encontrados: ¿Por qué de esa manera? ¿Por qué por nosotros, que no
lo merecemos, nunca lo merecimos y probablemente jamás lo mereceremos?…y una
larga lista de porqués.
Pero, del otro lado, tenemos esa
maravillosa inmolación, esa misericordia, todo ese padecer gracias a lo cual
hoy tenemos un chance para la eternidad.
De hecho, cuando pasé frente al
punto donde la Verónica, desafiando a los soldados, sale para secar su cara
sudorosa y ensangrentada, me pregunté si, a pesar de toda mi indignación por la
brutalidad desplegada en su contra, habría sido yo capaz de hacer lo mismo. Y
es allí donde uno se siente interpelado. Es la lucha interior que todo
cristiano debe librar: entre el conformismo y el riesgo, entre la indiferencia
y el compromiso, entre la coherencia y la inconsistencia.
Al unísono, como si estuviéramos
conectados por el mismo sentimiento, unas cien personas, católicos africanos
que integraban un tour, comenzaron también a llorar sin consuelo sobre la
piedra.
Súbitamente, me descubrí unida en
esa especie de oración de lágrimas, a gente de un continente que para nosotros
los americanos resulta tan distante, quienes eran capaces de sentir lo mismo
que yo y expresarlo de la misma manera. No sé cuánto tiempo lloré. De hecho,
escribiendo estas líneas y recordando el momento, aún se llenan los ojos de
agua.
No me pasó algo semejante ni
siquiera cuando viví la emoción de entrar al Santo Sepulcro y arrodillarme ante
esa otra más famosa loza. Quien sabe si porque lo que evoqué allí fue el alivio
de la Resurrección y lo que gravitaba en la Basílica de la Agonía era puro
sufrimiento. Jesús tuvo que tener miedo. El sistema de poder más eficaz que ha
concebido la Historia los conquistaba. La noche más oscura del planeta estaba
tras sus pasos y no iba a oponer resistencia.
No más una turista más
Ese llanto fue liberador pues me
hizo comprender que no es nada ante las lágrimas que Él derramó; y no porque no
valga ni carezca de motivo, sino porque Él aceptó su misión hasta las últimas
consecuencias. Nosotros no. Es mucho lo que nos falta y tan sólo entender eso
es sanador. Es el comienzo de la conversión y la redención.
Creo que Él no estaba dispuesto a
permitir que yo pasara por Tierra Santa sin que Tierra Santa pasara por mí, lo
que siempre es un riesgo debido a la loca carrera por conocer, por recorrer,
por ver y sentir. El lógico estupor a veces esconde el auténtico sentido de las
cosas. Después de todo, no todos los días se puede ir a esos lejanos y tan
anhelados lugares. Esto que relato es una experiencia muy personal e íntima.
Pero puedo decir que Él lo consiguió. No sólo dejé de ser una turista más sino
que, después de ese viaje, ya la Misa no es igual. Vivo una apreciación de la
Eucaristía totalmente nueva, la verdadera “Cena del Cordero” de que habla Scott
Hahn. Porque es cierto: si una palabra encierra el significado de la Misa es
“Misericordia”.
Quién sabe qué había en su
corazón durante aquél difícil trayecto hasta el Gólgota. Él no hablaba. Tan
maltratado, ni fuerzas tendría para ello. Pareciera que reservó las que le
quedaban para aquellas palabras que dijo en la cruz y que han quedado como un
testimonio de lo que es la Bondad Suprema. El perdón, la misericordia, la
entrega, la confianza puesta en Dios, su Padre y Señor. Fue allí cuando le dio
al barro una dimensión ética.
Macky Arenas
Fuente: Aleteia