1 – Abril. Jueves Santo en la Cena del Señor
Antes de la fiesta de la Pascua,
sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y
habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
En el transcurso de la cena,
cuando ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de
Simón, la idea de entregarlo, Jesús, consciente de que el Padre había puesto en
sus manos todas las cosas y sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía,
se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla, se la ciñó;
luego echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y
a secárselos con la toalla que se había ceñido.
Cuando acabó de lavarles los
pies, se puso otra vez el manto, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprenden lo
que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen
bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado
los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he
dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo
hagan”.
COMENTARIO
En la solemnidad de hoy
recordamos la institución del sacerdocio y de la Eucaristía, dos sacramentos
profundamente relacionados entre sí.
La Iglesia, siguiendo una
tradición de muchos siglos, recomienda durante la Misa en la Cena del Señor el
rito del lavatorio de los pies, en continuidad con el evangelio que se proclama
en esta celebración.
El gesto de Jesús en la última
cena se inspira en un detalle de hospitalidad común a muchas culturas
orientales, por el uso de las sandalias en los caminos polvorientos de estas
tierras. En el Antiguo Testamento Abrahán insiste en lavarle los pies a los
tres viajeros que pasan por su casa (Gn 18,4) y entre los primeros cristianos
se valoraba quien, como buenas obras, había “practicado la hospitalidad y
lavado los pies a los santos” (1 Tm 5,10).
Sin embargo en este especial
momento de despedida de sus apóstoles, las palabras del Maestro dan al gesto un
significado más profundo. Lavar los pies es manifestación de humildad y de
servicio, en cierto sentido anticipa la humillación final de la cruz salvadora
que se realizará pocas horas después.
Lo primero que Jesús pide a sus
discípulos es dejarse lavar los pies por Él. Así como a todos los cristianos
nos pide dejarnos servir, dejarnos salvar por el Hijo de Dios sin ningún mérito
por nuestra parte. La premisa de cualquier empeño de vida cristiana es recibir
la salvación, el perdón de Dios: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”.
El paso siguiente es “lavarnos
los pies unos a otros”, que es como una variante del mandamiento del amor, “que
os améis unos a otros”. En esa invitación del Señor podemos ver la importancia
de cuidar y acompañar el camino de los demás. Los pies, de hecho, son medio
para caminar, son imagen de nuestro seguimiento de Jesús. Lavar los pies de
nuestros hermanos significa por lo tanto sentirnos responsables de su
fidelidad, servir con alegría a cada uno, poniendo el “corazón en el suelo para
que los demás pisen blando” (San Josemaría, Via Crucis IX,1).
Hay una última posibilidad, no
explicitada en este pasaje, pero que podemos sacar de otra página del
evangelio: lavarle nosotros los pies a Jesús. Se trata del episodio de la mujer
que baña los pies del Señor con sus lágrimas, los enjuga con sus cabellos, los
besa y los unge con perfume (Lc 7,44-47). Jesús tiene palabras de alabanza por
la manifestación del gran amor de esta pecadora: “le son perdonados sus muchos
pecados, porque ha amado mucho”. Se puede considerar este gesto como la
inauguración del culto eucarístico, que esta noche de manera especial se prestará
en todas las iglesias del mundo.
Giovanni Vassallo // urilux -
Getty Images
Fuente: Opus Dei