El Papa Francisco dedicó su catequesis a “las dificultades de la oración” en la Audiencia General de este miércoles 19 de mayo que se llevó a cabo en el patio de San Dámaso del Vaticano con la presencia de fieles
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El Papa Francisco en la Audiencia General. Foto: Pablo Esparza / ACI Prensa |
“¿Qué
hacer entonces en esta sucesión de entusiasmos y abatimientos? Se debe
aprender a caminar siempre. El verdadero progreso de la vida espiritual no
consiste en multiplicar los éxtasis, sino en ser capaces de perseverar en los
tiempos difíciles: camina, camina, camina, si estás cansado detente un poco y
luego vuelve a caminar, con perseverancia”, señaló el Santo Padre.
A continuación, el texto completo
de la catequesis pronunciada por el Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
Siguiendo las líneas del
Catecismo, en esta catequesis nos referimos a la experiencia vivida de la
oración, tratando de mostrar algunas dificultades muy comunes, que deben ser
identificadas y superadas.
Rezar
no es fácil. Hay tantas dificultades que vienen a la oración. Es necesario
conocerlas, identificarlas y superarlas.
El primer problema que se
presenta a quien reza es la distracción (cfr CIC, 2729). Tú empiezas a rezar y
después la mente gira y gira por todo el mundo, tu corazón está allí, la mente
allí, la distracción de la oración.
La oración convive a menudo con
la distracción. De hecho, a la mente humana le cuesta detenerse durante mucho
tiempo en un solo pensamiento. Todos experimentamos este continuo remolino de
imágenes y de ilusiones en perenne movimiento, que nos acompaña incluso durante
el sueño. Y todos sabemos que no es bueno dar seguimiento a esta inclinación
desordenada.
La lucha por conquistar y
mantener la concentración no se refiere solo a la oración. Si no se alcanza
un grado de concentración suficiente no se puede estudiar con provecho y
tampoco se puede trabajar bien. Los atletas saben que las competiciones no se
ganan solo con el entrenamiento físico sino también la disciplina mental:
sobre todo con la capacidad de estar concentrados y de mantener despierta la atención.
Las distracciones no tienen la
culpa, pero hay que combatirlas. En el patrimonio de nuestra fe hay una virtud
que a menudo se olvida, pero que está muy presente en el Evangelio. Se llama
“vigilancia”. Y Jesús lo dice mucho: vigilen, recen.
El Catecismo la cita
explícitamente en su instrucción sobre la oración (cfr n. 2730). A menudo
Jesús recuerda a los discípulos el deber de una vida sobria, guiada por el
pensamiento de que antes o después Él volverá, como un novio de la boda o un
amo de un viaje. Pero no conociendo el día y ni la hora de su regreso, todos
los minutos de nuestra vida son preciosos y no se deben perder con
distracciones. En un instante que no conocemos resonará la voz de nuestro
Señor: en ese día, bienaventurados los siervos que Él encuentre laboriosos,
aún concentrados en lo que realmente importa. No se han dispersado siguiendo
todas las atracciones que les venían a la mente, sino que han tratado de
caminar por el camino correcto, haciendo bien su trabajo.
Esta es la distracción, la
imaginación gira, gira y gira. Santa Teresa llamaba a esta imaginación que gira
y gira en la oración, la “loca de la casa” es como una loca que te hace girar y
girar, es necesario detenerla y encarcelarla con atención.
Un discurso diferente merece el
tiempo de la aridez. El Catecismo lo describe de esta manera: «El corazón
está desprendido, cuando hay aridez, sin gusto por los pensamientos, recuerdos
y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura,
la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro» (n.
2731). La aridez nos hace pensar en el viernes santo, en la noche, el sábado
santo, Jesús no está, está en la tumba, está muerto, estamos solos, este es el
pensamiento principal de la aridez.
A menudo no sabemos cuáles son
las razones de la aridez: puede depender de nosotros mismos, pero también de
Dios, que permite ciertas situaciones de la vida exterior o interior. O, a
veces, puede ser un dolor de cabeza, de hígado, que te impide entrar en la
oración. A menudo no sabemos la razón.
Los maestros espirituales
describen la experiencia de la fe como un continuo alternarse de tiempos de
consolación y de desolación; momentos en los que todo es fácil, mientras que
otros están marcados por una gran pesadez.
Muchas veces, cuando encontramos
un amigo, decimos: “¿Cómo estás?” Hoy estoy “de bajón”. Muchas veces estamos
“decaídos”, es decir, no tenemos sentimientos, no tenemos consuelo, no podemos
afrontarlo. Son esos días grises... y ¡hay tantos en la vida! Pero el peligro
es tener un corazón gris: cuando este “estar de bajón” llega al corazón y lo
enferma... Y hay gente que vive con el corazón gris. Esto es terrible: ¡no
puedes rezar, no puedes sentir consuelo con un corazón gris! O no se puede avanzar
en una sequedad espiritual con un corazón gris. El corazón debe estar abierto y
luminoso, para que entre la luz del Señor. Y si no entra, hay que esperarlo con
esperanza. Pero no cerrarlo en el gris.
Diferente también es la acedia,
otro defecto, otro vicio, que es una auténtica tentación contra la oración
y, más en general, contra la vida cristiana. La acedia es «una forma de
aspereza o de desabrimiento debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis,
al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón» (CIC, 2733). Es
uno de los siete “pecados capitales” porque, alimentado por la presunción,
puede conducir a la muerte del alma.
Entonces, ¿qué hacer entonces en
esta sucesión de entusiasmos y abatimientos? Se debe aprender a caminar siempre.
El verdadero progreso de la vida espiritual no consiste en multiplicar los
éxtasis, sino en ser capaces de perseverar en los tiempos difíciles. Camina,
camina, camina, si estás cansado detente un poco y luego vuelve a caminar, con
perseverancia.
Recordamos la parábola de San
Francisco sobre la perfecta alegría: no es en las infinitas fortunas llovidas
del Cielo donde se mide la habilidad de un fraile, sino en caminar con
constancia, incluso cuando no se es reconocido, incluso cuando se es maltratado,
incluso cuando todo ha perdido el sabor de los comienzos.
Todos los santos han pasado
por este “valle oscuro” y no nos escandalicemos si, leyendo sus diarios,
escuchamos el relato de noches de oración apática, vivida sin gusto. Es
necesario aprender a decir: “También si Tú, Dios mío, parece que haces de
todo para que yo deje de creer en Ti, yo sin embargo sigo rezándote”.
¡Los creyentes no apagan nunca la
oración! Esta a veces puede parecerse a la de Job, el cual no acepta que Dios
lo trate injustamente, protesta y lo llama a juicio. Pero muchas veces
protestar ante Dios es un modo de rezar. O como decía esa anciana “enojarse con
Dios es un modo de oración” porque muchas veces el hijo se enoja con su papá,
es un modo de relacionarse con su papá, lo reconoce padre, se enoja. Y también
nosotros, que somos mucho menos santos y pacientes que Job, sabemos que
finalmente, al concluir este tiempo de desolación, en el que hemos elevado al
Cielo gritos mudos y muchos “¿por qué?”, Dios nos responderá.
No olviden la oración del por
qué, la oración que hacen los niños cuando comienzan a no entender las cosas,
los psicólogos lo llaman la edad del por qué, porque el niño pregunta al papá,
papá por qué, papá por qué, papá por qué, pero estemos atentos el niño no
escucha la respuesta del papá, el papá comienza a responder y viene con otro
por qué, solamente quiere atraer la mirada del papá, y cuando nosotros nos
enojamos con Dios y comenzamos a decir por qué, estamos atrayendo el corazón
del padre sobre nuestra miseria, sobre nuestra dificultad, sobre nuestra vida.
Tengan valentía para decir al padre por qué, hay veces que enojarse un poco
hace bien, porque despierta esta relación de hijo a padre, de hija a padre, que
nosotros debemos tener con Dios.
Y también nuestras expresiones
más duras y más amargas, Él las recogerá con el amor de un padre, y las
considerará como un acto de fe, como una oración. Gracias.
Fuente: ACI Prensa